El bueno, el malo y yo

No hay peor suerte que la de la zarigüeya: se le persigue furiosamente, se le atropella, se le atribuyen apocalípticas plagas.

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Sucede hasta en las mejores familias. Siempre unos hijos heredan físicamente la belleza de ángeles, sirenas y tritones. Otros somos una combinación de las cirugías estéticas de A Palacios, Dobleé Gordillo y Ele Méndez, ¡algunos hasta parecemos copia al carbón de Jota Kahwagi!

Cuando la amistad es sincera, los ojos no ven claro. Las gaviotas nos quieren mucho. Consideran a los kaues como galanes encopetados, de elegante traje oscuro, locuaces. Nos han compartido parte de su territorio y por eso nos puedes ver en los hoteles junto a la playa.

Gracias a esas visitas a la playa, de los flamboyanes de intensos naranjas y verdes de Mérida a las palmeras refrescantes de Progreso, a veces siento que vuelo en una sociedad que privilegia la estética sobre la ética; que cae rendida ante la belleza de la primera.

En Mérida, no hay peor suerte que la de la zarigüeya; se le persigue con furia, se le atropella, se le atribuyen plagas apocalípticas. En los puertos del litoral norte, los pescadores le tienen repulsión al pepino de mar. El único pecado de ambos es su fealdad. No se ajustan a nuestros cánones estéticos.

El pepino de mar es un ser vivo. Todos prefieren al hermano agraciado: la estrella de mar. Es un equinodermo de cuerpo blando, coriáceo y alargado, de la clase zoológica de los Holoturoideos. Se alimenta de la materia orgánica que llega al fondo del mar, logrando así remover, oxigenar y purificar el lecho marino.

En menos de un lustro, su saqueo impune en la Península de Baja California causó un desastre ecológico. En las playas de Yucatán, muy pronto todos pagaremos la factura de cerrar los ojos a siete años de una sobre explotación ilegal, amparada en la impunidad y la corrupción.

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