Padres de los 43: 'seremos la piedra en el zapato del gobierno'

Las madres y padres de los estudiantes ya no trabajan, no van a sus casas; nadie acusa a la delincuencia organizada sino al gobierno.

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Sergio García Aristeo dejó su casa en el municipio de Teconapa, en la Costa Chica en Guerrero, para unirse a la búsqueda de los jóvenes, entre los cuales está su hijo. (Octavio Hoyos/Milenio)
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Francisco Mejía/Milenio
CIUDAD DE MÉXICO.- Después de 730 días las lágrimas de Hilda Legideño parecen frescas, nuevas. Pero no. No han cesado en dos años. Igual que ella, las otras madres -también los hombres, los padres-, desde el 26 de septiembre de 2014 no han dejado de enumerar las horas y las jornadas, como si se trataran de las cuentas de un rosario.

Ella es madre de Jorge Antonio Tizapa Legideño, uno de los 43 estudiantes de la Normal Rural Isidro Burgos de Ayotzinapa, Guerrero, desaparecidos hace dos años.

Entrevistados por Milenio, tres de madres y un padre coinciden: “Desde ese 26 de septiembre de 2014 dejamos todo y ahora vivimos en la Normal a la espera de nuestros hijos…”.

En la memoria de Hilda, todo está fresco. Todo. Un día antes de esa fecha su hijo estuvo en su casa.

“Estaba enfermo y le dieron permiso en la escuela para ir al médico, pero ya no alcanzó ficha y regresó…”.

Reta al destino: “Si lo hubieran atendido no le hubiera sucedido lo que le paso…”.

La moto roja…

A Jorge Antonio lo espera su hija de 3 años de edad y su moto de color roja y negra. Lo espera su madre que ha dejado de hacer piñatas en Tixtla, Guerrero, de donde son originarios.

“Hemos dejado todo: no trabajamos, no vamos a casa, no vemos a los hijos…”.

La moto está en un pasillo de la casa de su madre. “Con ella tuvo tres accidentes, pero aun así ama su moto. La moto lo espera, Dios quiera que pronto regrese por su familia, por hija y por moto que tanto le gusta”, dice la madre mientras muestra la máquina.

Antes de entrar a la Normal, Jorge Antonio era chofer de una camioneta de pasajeros en Tixtla; aquí se le conocía como El Niño. “Tiene el carácter de un niño”.

A Hilda se le asoman las lágrimas. Los recuerdos. Dice que su esposo vive desde 1999 en Estados Unidos: “Ha participado en maratones de Nueva York, difundiendo la desaparición de los estudiantes”.

Carga una culpa: “A veces me siento culpable de haberlo mandado a estudiar: no contaba con que esto iba a pasar”.

Hilda, madre de tres hijos –dos varones y una mujer- camina por el cuarto que construyo su hijo para vivir con su pareja e hija. En éste hay una cama, un ropero y una televisión ya empolvados; en un muro está el casco blanquiazul de motociclista de Jorge Antonio.

Ahora, la madre duerme en un cuarto pequeño de la Normal, su casa desde hace dos años. “Por la noche escapo un momento y sueño con él”.

Se queja del director de su escuela: “No hemos contado con él, se alejo cuando necesitábamos una explicación de lo que había sucedido: nunca dio la cara. A los tres meses nos ofreció un desayuno y le dijimos: “Nosotros no queremos desayuno, queremos a nuestros hijos”.

“Tú tuviste la culpa…”

Otra madre carga la acusación de su ex esposo. Es el caso de Cristina Bautista Salvador, madre de Benjamín Ascencio Bautista. Ello sucedió en una primera llamada telefónica.

“Yo soy madre y padre para mis tres hijos. El papá no se hizo responsable de los hijos y se fue a trabajar a Estados Unidos. Después de una semana (de la desaparición) me habló, echándome la culpa de que yo no cuide a mi hijo y que por qué lo metí a esa escuela”.

En la segunda y última llamada le recriminó: “Me llamó a las 11 de la noche diciendo que qué hacía yo ahí (en la Escuela Normal) y que ya no vive mi hijo y le dije: “Para ti, pues ya no viven tus hijos, para mí sí, nadie puede decir que yo me vaya de aquí” y eso le molestó”.

Para Cristina Bautista, antes del 26 de septiembre de 2014 era impensable subir al techo de un camión y hablar a una multitud. “El gobierno nos ha obligado a tomar un micrófono y hablar ante el público”, dice. Ella, como su familia es de la Montaña Alta de Guerrero.

Dice que en ese lugar las familias son muy pobres. “En tiempo de lluvias, trabajamos en el campo; no trabajamos de riego, porque no tenemos agua. En tiempo de secas los hombres se van a trabajar a Ciudad Altamirano o Sinaloa. Las mujeres hacemos sombreros y nos pagan a 40 pesos la docena”.

En ese ambiente, creció su hijo Benjamín, hoy desaparecido; éste, junto con sus dos hermanas, la ayudaban a hacer pan y vender pozole.

El objetivo de Benjamín es cuidar de su madre “él decía tú has trabajado mucho mami para mantenernos y cuidarnos, nos apoyas a la escuela voy a ser maestro y cuando tú seas viejita yo te voy a cuidar”.

Recuerda “al amanecer de los hechos, deje todo y le pedí a mi papá que levantara la cosecha pues yo ya no regrese a mí casa, desde que llegue a la escuela”.

Una coincidencia entre estas madres es que ninguna, acusa a la delincuencia organizada por la desaparición de sus hijos. Dicen que “fue el gobierno”. Y reta “aquí nos puso y estaremos como piedra en el zapato, hasta que nos entreguen a nuestros hijos”.

“Llegar con gobierno”

Sergio García Aristeo, viene del municipio de Teconapa en la Costa Chica en Guerrero. Él es padre de Abel García Hernández. Un salón grande de la Normal es ahora su dormitorio. En el piso está su colchón y en una mesita su parrilla y cafetera. “Ya no podemos estar allá, estamos aquí porque muchacho desapareció aquí estamos buscando”.

En su difícil español, informa que tiene otro hijo estudiando en esta escuela “le gusto, muchos salen de maestros y ganan más”.

Sobre su hijo desaparecido “ese es mi trabajo ahora todo el día ir pa aya pa acá, donde quieran”. ¿Hasta cuándo? Se le pegunta “nosotros no sabemos, solamente el gobierno entregue a muchachos luego ahí paramos si no, entregan, nosotros seguimos hasta encontrarlo”.

La abuela que no ve noticieros…

Otro caso es el de Cesar Manuel González Hernández. Desde el día de su desaparición, su abuela paterna, Esperanza de 84 años de edad, está impedida por la familia de ver las noticias.

Su madre, Hilda Hernández Rivera, revela “en ese entonces la habían operado y no se le pudo decir de la desaparición, hasta la fecha no sabe nada. Es muy difícil fingir; cuando nos pregunta por él se le dice que está en el internado”.

Simplemente, la desconectaron de lo que sucede en México.

“Luego me pregunta por mi hijo “qué sabes de mi Manolo” está en la escuela “¿si se comunica con ustedes?” sí con su papá… se traga uno el dolor de no poder decir la verdad de lo que está pasando”.

Ellos viven en Huamantla, Tlaxcala. Es un decir, pues desde hace dos años, padre y madre, viven en la Normal. Esperan la llegada de su hijo.

“Nuestra vida dio un giro de 90 grados: no logramos asimilar del todo todavía, parece que fue ayer sabemos que ya paso el tiempo pero para nosotros fue apenas. Ese día a mi esposo le hablan que algo había sucedido en la escuela Normal y fue como, empezó nuestra pesadilla”.

Una semana antes, ella había ingresado a trabajar en un centro comercial y su esposo es, o era, soldador de toda su vida. Con 28 años de casados, tuvieron tres hijos.

“No tenía ni un mes trabajando y pasa esto: eso es frustrante… por qué me pasa esto tengo muchas preguntas no tengo respuestas”.

Con dolor en su cabeza lleva los recuerdos. “Es difícil ir a mi casa me acuerdo de mi hijo, cierto rincón de mi casa… en la puerta de su cuarto escribió su apellido “González”. En su cuarto tiene el cuadro de la Última Cena y su Ángel de la Guarda en la cabecera de su cama.

Al llegar a la Normal, hace dos años, ella y su esposo dormían en un cuarto, donde solo cabía un colchón y una silla. Más tarde les dieron un espacio más amplio. Dice que en el muro no ha puesto la foto de su hijo pues le resultaría doloroso, verla diario.

Recuerda que cuando llegó a la escuela y fue a lavar su ropa, encontró en un tendedero la ropa de su hijo. Se soltó a llorar.

Al igual que la otra Hilda, habla de los directivos de la escuela Normal “desde un principio nunca nos apoyaron, nunca nos dijeron aquí estamos en lo que podamos servir, nunca lo hicieron: como si no les importara”.

Dice que en la escuela borda para evitar el estrés “nos llevamos bien ya somos una familia aquí, mi mayor satisfacción sería que regresen nuestros hijos”.

Su esposo, Mario Cesar González Contreras, dice que desde hace dos años “no tenemos vida, no puedes tener vida cuando andas buscando a un ser amado. Dejamos todo, fuimos acabando con lo poco que pudimos lograr hacer”.

Recuerda con dolor que a su hijo le llamaba “mi flaco, mi negro…”. Sobre las pertenencias de su hijo, dice “allá en casa están sus cosas tal y como las dejo; al regresar las tendrá que arreglar”.

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