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Pensar en la brevedad de un texto es agradecer la virtud de quien escribe. Hoy, parto de una primera información que gira en torno a un poeta cuyo nombre hemos pronunciado más de una vez; quizás porque suena a poesía o porque lleva el nombre de mi abuelo y adjuntarle el apellido resulta una suerte de imaginación posible en la cual lo veo y siento así, como versos que danzan en la lengua. Mario Benedetti.

Si hablamos de formas, acordémonos que hemos visto el todo de un texto escrito justo antes de realizar el ejercicio de recorrer palabra por palabra y renglón por renglón.

Como si se tratara de esa urgencia que tenemos en todos los otros momentos de la vida; queremos saber cuánto durará, qué longitud tiene, si será un reto para la atención, un guiño para la disciplina o un ejercicio de paciencia. Queremos ver incluso más allá de las letras, queremos ver.

Pero algo ocurre, no estamos frente a un poema de Benedetti; sino frente a un cuento. Una historia que se despliega breve ante los ojos: siete párrafos de vida que contienen la muerte entre ellos. El otro yo (1968) cuenta la historia de Armando Corriente, un hombre cuyo apellido se filtra en cada movimiento de su boca, de su cuerpo y de su mente. “Hacía ruido cuando comía, se metía los dedos a la nariz”, siempre y cuando no apareciera El Otro Yo, quien vivía a través de su sensibilidad, buscando la belleza en los rincones de la música clásica, enamorándose de la vida; un alma sensible.

Los contrarios generan choques y Armando Corriente y El Otro Yo corrían en direcciones opuestas dentro de un mismo cuerpo. Los conflictos verbales llegaron al límite una noche en la que la sensibilidad fue reprochada y El Otro Yo, herido, decidió suicidarse.

Los días fueron grises para Armando, le faltaba su Otro Yo, pero disfrutaba su corriente libertad y vulgaridad. Tarde supo que El Otro Yo tenía otro nombre, se llamaba nostalgia y se apellidaba melancolía; sin ellas, no se vive.

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