'Iglesia Misionera, Testigo de Misericordia'

Este año el lema es: 'La verdadera riqueza está en el servicio'.

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El Papa Pio XI instituyó hace 90 años el Domingo Mundial de las Misiones. (Foto tomada de ofmval.org)
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Domingo Mundial de las Misiones

Zac 8, 20-23; Sal 66; 2 Tim 4, 6-8. 16-18; Lc 18, 9-14

Hoy estamos celebrando el Domingo Mundial de las Misiones. Hace 90 años el Santo Padre Pío XI -la instituyó en 1926- promovida por la Obra Pontificia de la Propagación de la Fe. Esta jornada conocida como el Domund, este año tiene como lema “La verdadera riqueza está en el servicio”, es una excelente oportunidad para orar, reflexionar y cooperar económicamente por todos los misioneros que se encuentran en países donde aún no conocen a Jesucristo Nuestro Señor. “En virtud del mandato misionero, la Iglesia se interesa por los que no conocen al Evangelio que llega a toda mujer, hombre anciano, joven o niño”.

I. Zacarías 8, 20-23

La lectura de hoy está integrada por dos oráculos en los que se describe a todos los pueblos de la tierra y no sólo a los judíos, volcándose sobre Jerusalén, la Nueva Jerusalén de los tiempos mesiánicos, el centro de atracción de todos los gentiles, que vendrían a orar ante el Señor y a implorar la ayuda del “Señor de los ejércitos”. El último oráculo es todo un Evangelio puesto en boca de los gentiles: “Queremos ir contigo… Dios está con ustedes”. Se trata de la Iglesia misionera. Testimonio viviente de la presencia de Dios entre los hombres.

Vivir nuestro compromiso de Fe en el Señor; vivirlo sin cobardías; dar testimonio del amor, de la verdad, de la justicia, de la santidad, de la misericordia del Señor en los diversos ambientes en que se desarrolle nuestra existencia, es la mejor forma de anunciar a los demás la Buena Nueva de la salvación que Dios ofrece a todos. 

No denigremos nuestra fe, ni el Nombre del Señor con actitudes contrarias a la Vida Divina de la que hemos sido hechos partícipes.

Si nos amamos, si somos misericordiosos con los demás, si trabajamos por la paz, si sabemos perdonar de corazón a quienes nos ofendan, si vivimos la alegría y la unidad que brotan del amor fraterno, entonces aquellos que no creen en Cristo podrán tener razones para decirnos: queremos ir con ustedes, pues en verdad sabemos que Dios está con ustedes: “¡Que todos los pueblos conozcan tu bondad!” (Sal 66)

II. Romanos 10, 9-18

En este contexto la lectura contiene un breve desarrollo de los elementos esenciales del acto de fe y de la evangelización que lo hace posible. La fe se puede articular con la evangelización siguiendo estos puntos:

  • 1.La fe es el principio de salvación (todo el que crea en Él…).
  • 2.El acto de fe comporta dos momentos esenciales: la adhesión interna y la “confesión” externa.
  • 3.La invocación (confesión externa), exige un previo acto interno de fe, acto que es imposible sin una anterior notificación del misterio de Cristo.
  • 4.Esta notificación se verifica en la predicación evangélica.
  • 5.La evangelización recibe su fuerza salvadora de la misión oficial conferida por Cristo por medio de la Iglesia. Sin embargo, esta eficacia salvadora de la evangelización no excluye la posibilidad del endurecimiento del corazón humano y la incredulidad. 
  • Mientras no se haya recibido de Él la Misión de anunciar su Nombre, podrá uno hablar de Él tal vez de un modo magistral, pero puesto que nadie puede arrogarse a sí mismo el oficio de evangelizador, necesitará por fuerza ser enviado para que vaya, no a nombre propio, sino a Nombre de Quien lo envió: Cristo Jesús, con su poder y con la eficacia salvadora que procede de Él.

Esto nos ha de llevar a dejarnos instruir por Él bajo la luz de su Espíritu Santo y del Magisterio de su Iglesia. Que al anuncio del Evangelio siempre preceda la oración íntima con el Señor y la meditación fiel de su Palabra, así como el ser los primeros en vivir aquello que proclamaremos, no sea que salvando a otros, nos condenemos nosotros. 

Por eso, lo que profesamos con los labios debemos creerlo en nuestro corazón y hacerlo parte de nuestra vida, con la plena confianza de que ninguno que crea que Cristo Jesús es el Señor, y que crea en su corazón que Dios lo resucitó de entre los muertos, quedará defraudado, sino que alcanzará la salvación que el Señor ofrece a quienes creen en Él.

III.- Lucas 18, 9-14

La parábola del fariseo y el publicano se encuentra sólo en el evangelio de san Lucas. El contexto es que los fariseos eran considerados, por ellos mismos y por la mayoría del pueblo, como creyentes fieles y cumplidores; los publicanos, a causa de su oficio, eran tenidos por pecadores y alejados de Dios. La parábola pone de manifesto dos actitudes ante la oración y, en realidad, dos actitudes ante Dios, que son radicalmente contrapuestas. La del fariseo no es una oración verdadera, porque consiste tan sólo en una presentación de los propios méritos, que no muestra ninguna necesidad de Dios ni ninguna confianza en él. Todo lo que dice el fariseo es verdad, pero su actitud es prepotente y orgullosa. Formalmente su oración es de acción de gracias, pero la actitud no lo es. 
El publicano, en cambio, reconoce su auténtica realidad de pecador y todo lo espera de Dios. Él hace una verdadera oración de petición, porque es consciente que no puede hacer nada más que esperarlo todo de Dios.

La exigencia de humildad en la oración no sólo se refiere a reconocernos pecadores, sino también a reconocer nuestra realidad ante Dios. Y nuestra realidad es que nada somos ante Dios, que nada tenemos que Él no nos haya dado, que nada podemos sin que Dios lo haga en nosotros.

Nuestra oración debiera más bien ser como la de San Agustín: “Concédeme, Señor, conocer quien soy yo y Quien eres Tú”. Pedir esa gracia de ver nuestra realidad, es desear “andar en la verdad”.

Podremos darnos cuenta que nuestra oración no puede ser un “pliego de peticiones” con los planes que nosotros nos hemos hecho solicitando a Dios su colaboración para con esos planes y deseos. Podremos darnos cuenta que nuestra oración debe ser humilde, “veraz”, reconociéndonos dependientes de Dios, deseando cumplir sus planes y no los nuestros, buscando satisfacer sus deseos y no los nuestros.

IV. Conclusiones
  • 1.Todos los Bautizados hemos aceptado vivir en una verdadera Alianza, nueva y eterna, con Cristo. Vivimos unidos a Él como el Cuerpo a la Cabeza. La Iglesia, así unida a Él, se convierte en un signo salvador del Señor en el mundo en cada época y lugar donde ha sido implantada, llegando a todos los pueblos, conforme a su cultura, para conducirlos a la plenitud en Cristo.
  • 2.Cristo nos quiere como hermanos, hijos de un mismo Dios y Padre. Unamos nuestra vida a Él de tal forma que podamos, con la Fuerza del Espíritu Santo en nosotros, ser un Evangelio viviente del amor de Dios para todos.
  • 3.Citando las palabras del Santo Padre Francisco en su mensaje con motivo de esta jornada misionera decimos que “El hombre de nuestro tiempo necesita una luz fuerte que ilumine su camino y que sólo el encuentro con Cristo puede darle. ¡Traigamos a este mundo, a través de nuestro testimonio, con amor, la esperanza donada por la fe! La naturaleza misionera de la Iglesia no es proselitista, sino testimonio de vida que ilumina el camino, que trae esperanza y amor.La Iglesia no es una organización asistencial, una empresa, una ONG, sino que es una comunidad de personas, animadas por la acción del Espíritu Santo, que han vivido y viven la maravilla del encuentro con Jesucristo y desean compartir esta experiencia de profunda alegría, compartir el mensaje de salvación que el Señor nos ha dado. Es el Espíritu Santo quién guía a la Iglesia en este camino.”

Así sea.

Mérida, Yucatán, 23 de octubre de 2016.

† Emilio Carlos Berlie Belaunzarán
Arzobispo Emérito de Yucatán

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