Venezolanos viven Viacrucis para recibir atención médica

Miles de pacientes tienen que hacer un penoso viaje a los hospitales colombianos sorteando los obstáculos que implica el cierre de la frontera Venezuela-Colombia.

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Un miembro de la Cruz Roja colombiana ayuda a un paciente a regresar al municipio de San Antonio, Venezuela. (Agencias)
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Agencias
UREÑA, Venezuela.- Se juntan de a cientos en los puentes de la frontera antes del amanecer, en sillas de ruedas o con máscaras quirúrgicas en sus rostros. Llevan consigo copias de rayos X o historiales médicos con la esperanza de convencer a las autoridades venezolanas de que los dejen sumarse a los pocos que reciben permiso para cruzar la frontera hacia Colombia todos los días.

Seis meses después de que el gobierno socialista de Venezuela cerrase la frontera con Colombia para combatir el contrabando, miles de pacientes deben cruzar a pie para recibir tratamiento en hospitales de Colombia, y evitar así tener que acudir al sistema de salud venezolano, que está acabado.

El cierre ha trastornado la rutina diaria de todos los que viven a lo largo de la frontera, pero las consecuencias han sido más traumáticas todavía, y a veces mortales, para los venezolanos enfermos.

Dany Cubides, un hombre de 33 años que necesita una diálisis, se desmayó en el puente que conecta a esta localidad del lado venezolano con la ciudad colombiana de Cúcuta cuando regresaba de recibir el tratamiento.

Antes del cierre fronterizo, el viaje le tomaba media hora en motocicleta. Pero los vehículos ya no pueden cruzar la frontera y los pacientes tienen que conseguir permisos especiales para hacerlo a pie.


Carmenza Conde, de nacionalidad colombiana, ayuda a su marido Oscar López con su tratamiento de diálisis en su casa de Ureña, Venezuela.

Sus viajes a un centro que ofrece diálisis en Cúcuta se convirtieron en recorridos de horas, que dejaban a Cubides demasiado cansado como para cenar. No pudo seguir trabajando como jardinero. Hasta que una tarde calurosa, poco antes del Año Nuevo, tropezó y se cayó en el puente. Llegó muerto a un hospital de Cúcuta, según su certificado de defunción y su historial médico.

"Esto no hubiera pasado de no haber sido por el cierre. Día tras día de cansancio", se lamentó su madre, Elvira Cubides, mientras se secaba las lágrimas. "El país se quedó sin corazón".

Tal vez lo único peor que hacer el recorrido hacia una clínica en Colombia es aventurarse en el sistema de salud venezolano. En los hospitales públicos ya no hay agua corriente ni electricidad continua, y los suministros médicos escasean. El país dispone del 20 por ciento de las medicinas que necesita, de acuerdo con la asociación farmacéutica, una organización alineada con la oposición.

En la ciudad montañosa de San Cristóbal, la localidad urbana venezolana más cerca de Ureña, seis menores fallecieron a lo largo de una semana en febrero porque no había respiradores artificiales. Este mes, un legislador acusó al hospital más grande de la ciudad de usar medicinas vencidas. Clínicas privadas tienen tres turnos de diálisis para acomodar a la mayor cantidad de gente posible, pero de todos modos no pueden admitir pacientes nuevos.

Noel Leal, un chofer de taxis de 66 años de Ureña con fallas renales, no va a los caóticos hospitales de San Cristóbal y prefiere lidiar con los problemas de la frontera tres veces por semana para recibir tratamiento en Cúcuta.

Se despierta con sus gallos antes del amanecer y se prepara para los interrogatorios en el puesto fronterizo, a pesar de que tiene sus papeles en orden. Luego cruza a pie el puente de 320 metros (1.050 pies) sobre el río Táchira.


Noe Leal, quien tiene problemas renales, prepara sus documentos para cruzar a Colombia para poder tener atención medica.

"Sientes que estás lleno de líquido y tus piernas no se quieren mover. Pero tienes que caminar porque de lo contrario no recibirás tratamiento", dijo.

La enfermedad de Leal es terminal, por lo que se le dio permiso indefinido para hacer el cruce. La mayoría de los venezolanos tienen que conseguir pases diarios en la mañana.

En Ureña, una ciudad de 40 mil habitantes con casuchas de metal pintadas de colores brillantes, las autoridades entregan 200 pases diarios.

Los pacientes hicieron cola por horas un día reciente, solo para encontrarse con que la Guardia Nacional tenía nuevos requisitos para entregar el pase. El director del centro que entrega los permisos estaba tan enojado como los pacientes.

"Juegan con la vida de la gente, haciendo que abuelos, gente que apenas puede caminar, venga y espere así todo el día", dijo el director del centro Luis Hernando en medio de aplausos.


Dos mujeres caminan hacia el puesto de control de Venezuela para cruzar a Colombia.

Antes de que se cerrase la frontera de dos mil 260 kilómetros (mil 400 millas) en agosto, más de 100 mil personas la cruzaban diariamente, según el gobierno venezolano. Ahora lo pueden hacer solo tres mil, de acuerdo con organizaciones sin fines de lucro que trabajan en la región.

Además de los enfermos, Venezuela permite también el cruce de estudiantes, de algunos trabajadores y de los colombianos que viven en Venezuela y regresan a su país por su propia cuenta.

Padres con hijos pequeños en uniforme escolar y estudiantes universitarios se suman a los enfermos y tratan de cruzar puestos de control con alambres de púas temprano. Hacia las ocho de la mañana reina la confusión.

Una mañana reciente un oficial de la Guardia Nacional le dijo a una familia que si quería matricular a su hija en una escuela secundaria de Colombia, tendrían que cruzar por otro puesto. Cuando le preguntaron por qué, respondió: "Porque así lo digo yo".

Un paciente con VIH no pudo cruzar porque no tenía todo su historial médico y se fue mascullando que los soldados fijan sus propias reglas.

Olga Burgos, empleada de una tienda de comestibles, fue rechazada porque un oncólogo escribió la fecha equivocada en sus papeles.


Una venezolana habla por un teléfono celular con un amigo en Colombia, mientras espera para cruzar a Colombia.

"Voy a tener que intentarlo mañana", se lamentó.

Libia Zulay responsabiliza a los caprichos de los guardias fronterizos por la muerte de su nieto Jheancarlo, de tres años, que tenía leucemia.

Poco antes de la Navidad, el pequeño sufrió convulsiones en su cuna. Zulay lo llevó a una clínica de Ureña, pero el personal le dijo que sólo los hospitales colombianos podrían ayudarlo. Los guardias le dijeron a la familia que tenían que esperar a que abriese la frontera a las seis de la mañana.

La familia decidió no intentar un cruce ilegal en motocicleta de noche. Esperaron, turnándose para tener al pequeño en brazos mientras sus labios se tornaban azules y la mirada se le perdía. Murió al día siguiente en Cúcuta, de acuerdo con su certificado de defunción y sus papeles médicos.

"Estaba desesperada, llorando e implorándole a todos los oficiales que nos dejasen cruzar", cuenta Zulay. "Estaba sorprendida de que estuviesen dispuestos a jugar con la vida de un niño. Algún día tendrán que pagar por esa muerte".

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