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Me permitiré contar una historia personal, no solo porque puede resultar útil para el entretenimiento de algún lector en alguna sala de espera, sino porque creo que presenta algunas circunstancias que muchos compartimos, y que con frecuencia no hacen reír ni tantito. Omito nombres, pues se trata de problemas extendidos, no particulares.

Decía mi madre que si después de los cincuenta nada te duele, es que estás muerto. No sé si era observación, predicción o maldición, pero así es. El caso es que uno de esos dolores me llevó a la sala de urgencias de un hospital privado en la Ciudad de México. La atención de médicos y enfermeras resultó excelente. Sabían lo que hacían y daban un trato profesional y cálido. Todo marchó sobre ruedas y fui dado de alta poco después de la media noche.

Dado de alta no quiere decir salir del hospital. A partir de aquel momento toda la atención se desvaneció y nadie respondía al botoncito de llamada. No entendía qué pasaba, hasta que, como los recuerdos aterradores de las películas, vino a mí una escena de años atrás, en Mérida. Entonces lo supe. Tenía yo ensartado un tubo en la vena -que llevaba a una bolsa de suero vacía, a través de una máquina que no dejaba de protestar a pitidos- como garantía de pago. Colegí, por tanto, que los médicos ya no me hacían caso porque había pasado a jurisdicción de la administración. Lo extraño era que antes no fui atendido sino hasta entregar una tarjeta de crédito. Como en los hoteles, vamos, salvo que en éstos, ya con la garantía bancaria, no clavan objetos en el cuerpo del cliente hasta que en efecto cobran. Se me informó que no podría salir hasta que la aseguradora (que desde luego procura cobrar más y mucho más conforme se va uno alejando de aquellos años en que no se pisaba el hospital si no era para despedirse de un tío bisabuelo) tuviera a bien responder un correo electrónico que le mandaron, y que eso podía llevar dos o tres horas más. Enchufado, claro.

Ante tal perspectiva, opté por pagar para luego esperar un tiempo indefinido a que el seguro repusiera el gasto, si así lograba que me quitaran el tubo de la vena. Inútil cosa. Había que esperar a que se llenaran y juntaran no se que papeles, se firmaran otros, y ya entonces podría salir. Y así exactamente fue.

Para concluir, al dirigirme a la aseguradora para pedir el reembolso se me dijo que, con la pena, como yo pagué, había un deducible superior al gasto hecho. Que si hubiera yo esperado aquel correo electrónico ellos hubieran cubierto todo, y que para qué le hago caso a los del hospital, que son unos mentirosos que procuran asustar al paciente para cobrar de una vez y no tener que esperar al seguro. Quea’í pa’ l’otra.

La vida me insiste, de vez en vez, en que las instituciones privadas son igual de capaces de corromperse que las públicas. Y las públicas procuran voltear para otro lado.

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