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Cuando era niño, mis papás me llevaban al Club Alemán los fines de semana. Había muchas cosas que hacer para un niño de 7 años, pero también había dos lugares a los que los niños teníamos prohibida la entrada: el bar del club y el baño de adultos.

Como te podrás imaginar, mis amigos y yo intentamos cada vez que la oportunidad se presentaba colarnos a los dos lugares prohibidos.

Recuerdo todavía el olor a cigarro de las dos veces que logramos colarnos al bar, también aquella primera vez en que nos escabullimos al vestidor de adultos. Pasamos por los vestidores, cruzamos las regaderas y llegamos al vapor. En todo ese trayecto había hombres cambiándose de ropa o rasurándose con la toalla atada a la cintura, pero también señores ya viejos paseándose desnudos sin el menor pudor por todo el vestidor.

Cuando finalmente salimos del baño, nos reímos burlonamente de lo que habíamos visto, aunque en el fondo, nuestras ganas de volvernos a colar a ese baño desaparecieron para siempre.

Desde aquella experiencia, he sido sumamente pudoroso en espacios públicos. Tal vez sea un asunto generacional o quizás un tema de género y cultura. Pero durante toda mi vida vi la misma conducta en general. Los hombres aparentamos una cosa, pero en el fondo tendemos a ser pudorosos en espacios públicos. No quiero generalizar, aunque de cierta forma, lo estoy haciendo, lo sé.

Hace poco me inscribí a un nuevo club deportivo. Al terminar de nadar me meto al vapor y en el horario en el que voy normalmente está vacío, hasta que hace uno días salí del vapor para encontrarme que no estaba solo y enfrentar la realidad de que ahora yo soy el viejo desvergonzado del vestidor que se pasea en pelotas al salir del vapor.

Con el tiempo uno va aprendiendo a soltar cosas a lo largo de la vida. Aprendemos a diferenciar las cosas verdaderamente importantes de las que no. Supongo que por eso cada vez son más las cosas que nos valen madre. El modo en que decidimos en qué invertir nuestro pensamiento, emociones y tiempo. Y tal vez sea el hecho de tomar conciencia de que el tiempo que nos queda de vida se reduce a mayor velocidad, el que nos lleve a acortar la lista de cosas que realmente nos importan.

Recuerdo a un amigo que me contó lo que vivió al ser diagnosticado con hemorroides. Me compartió lo difícil que se le hacían esas primeras consultas en las que el doctor lo revisaba. Con el paso del tiempo me dijo, entre resignado y liberado, “Ya no me importa, llego a consulta, me bajo los pantalones y me pongo en posición, dejo que hagan lo que quieran ahí. A estas alturas el pudor es un privilegio que no puedo pagar”.

En el cálculo de la vida, presupuestamos nuestras inversiones de manera más estricta conforme vamos creciendo. Cada vez son menos las cosas por las que nos sentimos obligados y aprendemos a vivir más ligeros al liberarnos de las cadenas del pudor o la pena de nuestras decisiones. No sé si esta sea la mejor manera de vivir la vida, pero debo confesarte, que he descubierto que no me molesta ser el viejo desvergonzado del vestidor.

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