El derecho a criticar a los que critican

El espíritu opositor debe, y merece, ocupar espacios bien concretos en la vida pública

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Estar contra el “sistema” te asegura una legitimidad automática y te coloca sin mayores trámites en el campo de los justos. Por ejemplo, ¿qué pasó con el movimiento #YoSoy132?

Pues, que por el mero hecho de repudiar públicamente a uno de los candidatos presidenciales se ganó el incondicional afecto de los “progresistas” de este país. Y, a partir de ahí, cualquier cosa que dijeran sus militantes, cualquier apreciación que hicieran sobre cualquier asunto o cualquier infundio que propalaran merecían inmediatos aplausos, bendiciones, loas y apoyos categóricos.

Ves la plataforma política de esa gente y resultan más bien inquietantes sus propuestas de “democratizar” a los medios y de intervenir en cuestiones en las que, por fortuna, papá gobierno se abstiene ya de meter sus inquisitoriales narices.

Tampoco parecen muy beneficiosos para la nación sus trasnochados rechazos al libre mercado o la globalización.

Pero, en fin, el espíritu opositor debe, y merece, ocupar espacios bien concretos en la vida pública aunque las reclamaciones de los inconformes se formulen con un tremendismo que, creo yo, no refleja enteramente la realidad política mexicana.

Para mayores señas, desconocer los logros de nuestra democracia no es una expresión saludable del pensamiento crítico, sino una descalificación, tan artera como injusta, de los esfuerzos que hemos hecho todos los ciudadanos para distanciarnos de un pasado que, ahí sí, necesitaba de la más ardiente combatividad para ser transformado.

Criticar el “sistema” es casi una obligación del individuo idealista. Pero dinamitar las instituciones es una cosa bien diferente. Si aceptamos reglas parejas para todos, desaprobar a los dinamiteros resulta también un acto muy refrescante de libertad.

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