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No recuerdo a un personaje del equipo de un presidente electo con la fuerza simbólica, y por lo visto real, de Luis Videgaray.

El mito habla de un indiscutible número dos, sin tres cercano: materia gris y álter ego de Enrique Peña Nieto. La realidad perfila a un estratega, organizador, operador, negociador, embajador, vocero.

Cuando llega Videgaray, nadie parece reclamar la ausencia de Peña Nieto. Se entiende. Es quizá el único político genuinamente multifuncional de México. Y es muy exitoso. Puede renegociar una deuda, sacar un presupuesto por mayoría amplia en el Congreso, presidir un partido, diseñar y dirigir una campaña, encabezar un war room en la crisis y generar muchas de las mejores ideas, sentarse en la mesa que sea a polemizar con quien sea y salir avante. ¿Quién más?

Es comprensible que a un personaje así se le cuelguen tantas gestas y milagros. Dentro y fuera del equipo. Por ejemplo, que sea los ojos que no dejan ver a Peña Nieto por sí mismo. O, como me dijo alguien del círculo: un cabrón y muy inteligente que, desde su arrogancia, nos está complicando cosas sin ton ni son.

Qué sé yo. Lo cierto es que Videgaray pone nerviosos a peñistas y priistas que lo preferirían con facultades plenipotenciarias en Hacienda y no con las llaves de la oficina de Los Pinos.

Más interesante que el mito y los acomodos es el contradictorio análisis que se hace sobre el talante democrático del Factor V. Los entusiastas lo asumen como un modernizador liberal. Los escépticos le confieren temibles rasgos de intolerancia y despotismo, propios de los jóvenes que rápidamente concentran tanto poder.
 

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