El Sombrerón en Chiapas (y 2)

Cuando Moñi, una señora rica de Chiapas, empezó a lucir nuevas y esplendidas alhajas, la gente rumoró que se había vendido al diablo.

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Moñi, una señora rica de Chiapas, fue interceptada por el Sombrerón, pero logró escapar. La tentación de tomar parte del tesoro ofrecido por el mítico ser le hizo volver al sitio del encuentro ocho días después de la primera ocasión y el Sombrerón volvió a aparecer. El aparecido la tomó de las manos y colocó una gruesa cadena de oro en el cuello de la dama. Ell le preguntó qué más le iba a dar.

Inmediatamente él puso a sus pies monedas de oro, alhajas, ropa cara con encajes y calados. Pero hubo algo mejor: le preguntó si quería ser para siempre joven, guapa y sana. Por supuesto que ella aceptó.

Al instante, se vio en un claro arroyo, sintiendo que su cuerpo estaba muy liviano y terso. Pero lo malo fue que, al mismo tiempo que se entregaba al diabólico personaje, sintió un fuerte a olor a azufre. Trató de huir sin soltar lo que había obtenido. Volvió a rezar y desapareció el Sombrerón.

Al regresar a su casa contó que se había encontrado con un hombre muy guapo, rico y bien vestido, pero no dijo que aceptó los bienes del personaje. Le hizo a los vecinos una descripción perfecta del galán y todos exclamaron al unísono: ¡Es el Sombrerón!

Tiempo después se percataron que Moñi empezó a lucir sus nuevas y esplendidas alhajas. La gente rumoró que ella se había vendido al diablo. Que cuando muriera su alma iba a penar, a menos que repartiera sus riquezas entre la gente pobre.

El rumor llegó a sus oídos; pronto fue a confesar lo que había pasado. Le dieron como penitencia rezar cien rosarios diarios, que repartiera sus tesoros a los pobres y que diera más barata la carne de cerdo que vendía en el mercado. Intentó cumplir los castigos pero lo hizo a medias. Cuando murió, su alma estuvo penando mucho tiempo. Se oían sus lamentos junto al templo del barrio.

Antes de fallecer vendió la casa a uno de sus descendientes. Se cuenta que éste encontró el gran tesoro enterrado.

Nadie sabe para quién trabaja. El ingenio humano tiene límites, pero del bien y el mal nadie escapa. 

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