El voto del resentimiento

Nuestro reto como Nación y generación es impedir que el resentimiento se globalice.

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El infierno fue caracterizado por Dante como un lugar “donde no se ama”. Bajo esa premisa, Antonio Caso tenía por infierno al “pueblo movido por el resentimiento, la sociedad encadenada al odio”.

Caso escribió esto en medio de la Segunda Guerra Mundial (La persona humana y el Estado totalitario, 1941), en la que dos resentimientos arrastraron a la humanidad a sus infiernos; uno pugnando por la raza, otro por la clase; ambos erigidos en totalitarismo diluyendo a lo humano en masa informe y alienada.  

Hoy, que el mundo en desmemoria desempolva el desencuentro como solución, el odio como salvaguarda y el aislamiento como fortaleza, es menester recuperar al filósofo.

“El resentimiento, dice Caso, pasión sombría si las hay, constituye un odio larvado, que se cultiva a sí propio con el recuerdo y la perseverancia. Si el odio estalla no puede haber resentimiento; pero si se contiene, si se alimenta con el recuerdo de la ofensa recibida, si se rumia, se torna resentimiento, impregna la actitud constante del ser, se sistematiza, se organiza, se estructura, se instituye en forma estable y definitiva (…) el resentimiento se vuelve súbdito de su propia pasión; todo lo mira y estima en torno del eje de su vida afectiva (…) sobre el resentimiento se puede fundar una moral. Es la moral de la antipatía, la moral del odio larvado y oculto, que al fin se desarrolla en un sistema.”

Y la historia nos muestra que el resentimiento suele ser viral, contagiando en el otro similar pasión y ceguera.
Nuestro reto como Nación y generación es impedir que el resentimiento se globalice, pero también que conduzca a México a su propio infierno.

Lo fácil con Trump es contestar insultos con insolencias, cerrazón con  necedad y muros con trincheras. Lo difícil es entender que franjas importantes de estadounidenses están enfermas de resentimiento, odio y temor. El problema de los imperios que sueñan regir al mundo es su incapacidad de procesar sus propias contradicciones. La fortaleza exterior -diría mi mamá: el candil de la calle-, les impide ver las debilidades de su basamento social, la obscuridad en casa. Hoy, conflictos no resueltos desde el nacimiento de esa gran nación hacen telúrica erupción en una sociedad que, parece, solo vive de y para el resentimiento, porque sus verdaderos desencuentros son entre ellos mismos.

Mi padre siempre dijo que el trabajo político no se ve ni se siente hasta que falta; cuando la argamasa de la convivencia pacífica y civilizada se ha fracturado; cuando por sobre las libertades, la ley y el orden reina el caos; cuando no hay autoridad que prevalezca, ni confianza que subsista.

Estados Unidos y el mundo están urgidos de política, entendida como el espacio en torno al cual lo diverso se embraga, los desencuentros logran concurrir y la convivencia se expresa en acción común y vida civilizada. Desgraciadamente los hombres y mujeres que han arribado al poder del vecino país parecen más dotados para erigir muros que para tender puentes, empezando con relación a su propia población.

Las declaraciones de Stephen Miller contra el control constitucional y el equilibrio de poderes, amenazando con un poder presidencial incuestionable, son dignas de la Alemania Nazi o la Rusia Estalinista. 

“La autoridad, regresando a Antonio Caso, no puede radicar sólo en la fuerza. La fuerza, por más fuerte que sea, es sólo un hecho, no un derecho. La sumisión a los hechos no es una actitud moral ni jurídica. El derecho concuerda con la autoridad. La autoridad es un concepto moral y jurídico.” Lo es también político. El Estado no es otra cosa que la Nación políticamente organizada; “el pueblo en movimiento”, decía Marx. Y la Nación, al decir de Renan, es “el plebiscito de todos los días”. En otras palabras, lo que a Trump le falta aprender es que uno manda hasta que lo dejan de obedecer y que el mando sin sujeción a la ley es arbitrariedad.

Pero vayamos a nuestra esquina, que aquí los resentimientos no cantan mal las rancheras. Lo peor que nos puede suceder es que la moral y el gobierno de los resentimientos y odios de nuestro vecino contagie en nosotros pasiones similares.
Estados Unidos no es Trump. La geografía nos soldó en una vecindad indisoluble. Entre nuestros pueblos no cabe el divorcio. No existe muro que quiebre el macizo continental. La historia nos une en futuro: hay lazos geográficos, políticos, históricos, económicos, sociales y culturales que nos encadenan sin solución. De lo único que sí podemos desencadenarnos es de los resentimientos que en otros tiempos han hecho de nuestra vecindad un infierno.

Aunque parezca locura, Estados Unidos no merece que le paguemos con el mismo trato, ni nos conviene bajar al nivel de las trumpadas. En esta hora del descontento norteamericano, la mano amiga y comprensiva podrá más que el puño cerrado y que el valiente de cantina. Nuevamente Caso: “No se podrá salir nunca de los límites del egoísmo, ante dos egoísmos diferentes en la especie, pero idénticos en el género, que alegan por su propio ser vital.”

Pero por sobre todo, veámonos en su espejo para evitar su fario, porque el resentimiento no sólo se puede constituir en moral, también en voto. Quien ganó en estados Unidos fue el resentimiento, no la razón.

Hitler llegó democráticamente al poder y acreditó que el voto popular no garantiza por sí sólo gobernabilidad democrática, libertades y Estado de Derecho.

Que el populismo norteamericano refrene en nosotros la tentación de encadenar nuestro futuro al odio. Cuidémonos de no pavimentar con el resentimiento hecho voto el camino al infierno vía populismos disfrazados de nacionalismo miope. 

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