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Cuando las redes sociales surgieron, representaron una manera ingeniosa para expresar ideas y compartir experiencias en tiempo real. La popularidad de la web detonó el uso de estas herramientas de comunicación a grados casi inimaginables para sus primeros usuarios, transformando un espacio relativamente serio y lleno de propuestas, en un caudal sin control de acontecimientos, percepciones y prejuicios, que también lograron lo impensable: lo llevaron al mundo real. 

Si en sus primeros tiempos las redes sociales fueron una especie de escape de la realidad y una forma de entablar amistades sin el prejuicio de la apariencia, hoy son un apéndice de nuestra capacidad para crear comunidades, una herramienta más aterrizada, menos idílica, y al mismo tiempo más kafkiana. 

Franz Kafka, ciudadano del Imperio Austrohúngaro, recreó en sus relatos cortos, cuentos y novelas, el mundo desconsolador y opresor de las reglas sociales que le tocó vivir, generando además el mencionado adjetivo que aplicamos para describir el sentimiento o sensación que provoca enfrentarse a los absurdos del mundo y sus lineamientos. Así, las redes sociales fueron en un principio una forma heterodoxa de “huir”, sin embargo, ahora son peores que la vida real. 

A la web le entregamos nuestra privacidad y tiempo. Las redes sociales dictan nuestro horario y forma de hacer las cosas, pues si antes el punto era disfrutar la vida, ahora la gracia se encuentra en hacer que los demás vean, opinen y juzguen si es o no disfrutable nuestra vida. Las ataduras sociales de las que afirmamos alejarnos al sumergirnos en Twitter, Facebook, Instragram, Vine, YouTube, Snapchat, Tinder, Grindr y hasta Pokémon Go, persisten en todas, seguimos siendo esclavos de nuestra realidad, ahora dentro de nuestro otrora refugio, pues si antes considerábamos ridículo filtrar nuestras publicaciones, hoy es casi, casi una norma de proporciones bíblicas cuidarnos “del qué dirán” en la web. Nuestra amada libertad “online” dejó de existir, y ahora somos prisioneros en dos mundos, el real y el digital. 

Desde otro ángulo, tenemos a los llamados “influencers”, víctimas de la simpleza de sus seguidores. ¿Quién dicta el contenido en la red? Aquí y en Japón, el público; ¿y qué pide el respetable a las estrellas de la web? Temas digeridos, entretenimiento sencillo –con sus respetables excepciones- y fácilmente olvidable en una semana. Los “influencers” afirman en su defensa que son “la nueva televisión”, y la verdad es que esa expresión los deja peor parados, porque lo único novedoso es su plataforma de expresión, el resto sigue los mismos patrones de los viejos programas de la “caja idiota”. 

Kafkiano, ¿no cree? Las redes sociales transformadas en uno más de nuestros convencionalismos y ataduras sociales; la otrora plataforma de la libertad digital, hoy es una guillotina manejada por lo políticamente correcto. 

La batalla desenfocada 

Las autoridades buscan frenan el “sexting” (compartir texto y multimedia de contenido sexual) desde un óptica que consideramos incorrecta, pues en lugar de apuntar las baterías contra quienes hacen mal uso de esta y otra información digital, se enfocan “asustar” a los jóvenes. 

¿Por qué creemos que esto no es sano? Simple: es un asunto de índole educativa, sí, pero no de la escuela, sino de la familia. Dentro del concepto general de las libertades digitales, consideramos que la autoridad no debe cohibir a los usuarios, sino atacar a quienes hacen mal uso de la web, quienes a fin de cuentas cometerán sus fechorías con o sin internet, pues el “sexting” es sólo la versión digital de un problema social añejo: la falta de valores y confianza entre padres e hijos, y una deficiente educación sexual.  

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