Los hijos de Dios

Derechos humanos nos libren del terror de salir a la calle a ganarnos la vida sin saber si regresaremos a casa porque alguien nos secuestra o meta un tiro en la cara.

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Con la mirada nubosa, aspirados de sustancias y el miedo desbocado que no modera el rictus de la demencia, hijos de Dios caminan por veredas y senderos, prontos a robar a otros hijos de Dios.

Al sonoro rugir de cuernos de chivo y pistolas que tabletean metamorfoseando el ambiente en ráfagas de lluvia y viento, turbas equívocas, enloquecidas, corren raudas a raptar y asesinar connacionales, conocidos también, en los libros sagrados, como el prójimo.

Otros, que se manifiestan con total desvergüenza “hechos a semejanza del padre” se aprovisionan de guardias, feroces canes, enfangando a su arbitrio en el lienzo tricolor los tonos más sombríos y desolados de la paleta con la que se matizan las absurdas movilizaciones armadas en este país para agredir o defenderse. 

Al azar, los criminales, los que lucran con la ignorancia y ventaja de sentirse encubiertos, fuera del alcance de la ley, contemplan el vasto sur y norte del territorio, reclamando enloquecidos para sí millones de pesos en apuestas donde “la vida no vale nada”.

Estrepitoso resuena el desgarrado “si me han de matar mañana”, el cual retoma inusitado vigor cuando marcialmente el himno oficial de los Estados Unidos Mexicanos, al grito de guerra, nos convoca “a lidiar con valor”.

En el Escudo Nacional, en lo alto de un nopal, en medio de un lago hostil, el águila y la serpiente, temibles predadores, se destrozan observadas por la complaciente alucinación Tezcatlipoca, representante de las peores y más bajas pasiones del pueblo azteca bárbaro, malviviente y muerto de hambre que en andrajos llega al valle de Anáhuac a destruir e imponer su ley. 

Los rostros desaparecidos. Los que ya no están o no son encontrados. Los nombres de los ausentes escritos con sangre en las interminables listas de masacrados por el miserable chango Díaz Ordaz en el 68 hasta nuestros días −por infelices mercenarios− nos contemplan.

Se carcajean de nosotros, temerosos gobernantes y ciudadanos incapaces de imponer de una buena vez por todas y para siempre una nación justa, equitativa, donde los derechos humanos nos libren del terror de salir a la calle a ganarnos la vida sin saber si regresaremos a casa porque algún hijo de la chingada nos secuestra o mete un tiro en la cara. ¿Sabrán Enrique Peña y compañía qué significa el horror?

¡Vaya biem!

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