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Consignar escrupulosamente un hecho irrebatible, a saber, que Enrique Peña Nieto ganó las pasadas elecciones presidenciales, no es un acto de sometimiento “al poder”, sino un mero ejercicio de las capacidades de observación. ¿Acaso no hay ya manera de llamar a las cosas por su nombre? Es cierto que el ganador no obtuvo más del 38 por cien de los votos pero, mientras no se celebre en este país una segunda vuelta en las elecciones presidenciales nadie logrará una sustancial mayoría de sufragios (y, con ello, la representación necesaria para ejercer plenamente sus potestades y concitar con toda legitimidad las adhesiones de los diferentes grupos políticos; de ahí, la gran importancia de llevar a cabo una reforma en nuestro sistema electoral que permita la instauración de este mecanismo) y, en todo caso, su más inmediato perseguidor, el señor López Obrador, alcanzó porcentajes todavía más menguados (31 por cien).

La democracia es, en parte, un tema de números porque no hay otra forma de contar los votos de los ciudadanos. Y si bien sabemos que en un sistema parlamentario las mayorías se conforman armando coaliciones que pueden dejar fuera del gobierno a la primera fuerza elegida por los votantes (las negociaciones suelen ser muy complicadas y escabrosas), en nuestro régimen presidencial la gobernabilidad, poca o mucha, está asegurada por una diferencia tan mínima como perfectamente legal: un voto. Uno nada más. En este caso, fueron más de tres millones de sufragios de diferencia.

Así de fastidiosas como puedan resultar estas perogrulladas, resulta que no son digeribles para algunos ciudadanos que, contra viento y marea, descalifican no solo la probidad de nuestras instituciones electorales, sino que pintan un cuadro absolutamente tremendista de la realidad nacional. Es cierto que la sociedad mexicana es escandalosamente desigual y que hay muchas asignaturas pendientes en el apartado de la justicia social, pero el remedio a buena parte de los males que nos azotan pasa, curiosamente, por tomar medidas que el presunto “salvador” de la patria (quien ha sido, a pesar de las denuncias de sus heraldos y de sus propias jeremiadas, el primerísimo en lanzar insultos en la arena pública, el primerísimo en fabricar un clima de feroz linchamiento y, como bien dice Luis González de Alba, el primerísimo “sembrador de odios” de esta nación) rechaza de tajo, como la participación de capitales privados en la explotación de la energía; no es tampoco Obrador, decidido valedor de los rentistas del SME, quien se va a enfrentar a las estructuras corporativas de este país y quien va deshacer la red de intereses clientelares que heredamos del antiguo régimen; no es él, a punta de políticas populistas, quien va a lograr un crecimiento saludable de la economía sino, por el contrario, el hombre nos va a llevar a los terroríficos desplomes financieros que vivimos en el pasado cuando nos gastábamos alegremente esa plata que nunca pudimos generar con impuestos bien recaudados; ese personaje, que denuncia a la prensa como no lo hace ninguno de los otros hombres públicos y que soslaya deliberadamente la colosal atención que le han brindado los medios, no es precisamente quien va fomentar la libertad de opinión cuando llegue al poder (se ha olvidado, también, de hojear siquiera las páginas de este diario para, por lo menos, deleitarse con las despiadadas caricaturas que nuestros dibujantes hacen de Peña —y de los otros, sus adversarios directos— o, más bien, eso no le basta al señor y aspira a que no se le critique a él, en ningún momento y en ninguna circunstancia); ese individuo de piel tan delgada que tan fácilmente acusa a los demás de perpetrar las infracciones que él mismo comete no es un demócrata sino un intolerante que no se tienta el corazón para dinamitar nuestras instituciones y esparcir infundios tremendamente dañinos para la cohesión de la nación mexicana; ese señor, finalmente, no puede disimular su deseo de que México se hunda en las tinieblas si no es él quien lleva las riendas y apenas puede contener a sus fanáticos emisarios, denunciadores fanáticos de un mundo absolutamente anormal, un universo donde nada es lo que es, un tenebroso ámbito de enemigos, conspiraciones, complots e intereses en el cual no pueden existir iniciativas espontáneas ni comportamientos individuales legítimos sino que todo resulta de la intervención directa de la “mafia en el poder”, los “poderes fácticos” y los “ricos y los poderosos”.

No hay, en esa visión suya de la realidad propagada ardorosamente por sus acólitos, lugar para otra honestidad que aquella que signifique una total adhesión a sus ideas. No hay matices. No hay tonos grises. La integridad solo tiene un color y es el que lleva su gente. Así lo han dicho, una y otra vez, sus pregoneros. Y, bueno, a Marín y a Ciro les ha sido dispensada, por vías de un tercero, su correspondiente tajadita de deshonor. Digo, era de esperarse…

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