Creación y muerte del acento gráfico en las generaciones
El colocar correctamente las tildes implica una dificultad extra a la hora de escribir a la que, con seguridad, todos nos hemos enfrentado.
María Fernández-López, Universitat de València; Ana Marcet Herranz, Universitat de València y Manuel Perea, Universitat de València
Los cimientos de la lengua española temblaron en 1997, cuando Gabriel García Márquez pidió la jubilación de la ortografía, “terror del ser humano desde la cuna”, proponiendo el entierro de las “haches rupestres”, un criterio racional para “la ge y la jota” y reclamando “más uso de razón en los acentos escritos, que al fin y al cabo nadie ha de leer lagrima donde diga lágrima ni confundirá revólver con revolver”.
Muchas lectoras pensarán que, si bien es complicado confundir revólver y revolver, esa tilde nos pone las cosas un poco más fáciles. ¿O es solo una apariencia?
El origen de la tilde en español
Para encontrar los primeros textos con acentos gráficos en español debemos retroceder a la Edad Media, concretamente al siglo XV. El primer caso conocido de acento castellano se encuentra en el manual Doctrina Christiana (1477), en las palabras justícia y fortuíto (Tobarra, 2005).
Unos años más tarde, en 1492, Antonio de Nebrija menciona por vez primera la existencia del acento gráfico, cuyo uso se generaliza durante el siglo XVI. No obstante, no es hasta 1726, con el Discurso proemial del Diccionario de lengua castellana de la Real Academia Española (“Real Académia Españóla” en sus primeras actas), que se establece un sistema de reglas sobre cuándo se deben utilizar las tildes.
Reformas y debates
Desde entonces, ha habido varias reformas de la ortografía en español, la última en 2010. En ella, siguiendo de alguna manera el camino marcado por García Márquez, se eliminaron los acentos gráficos en palabras con diptongos ortográficos como “guion”, en el adverbio “solo” y en los pronombres demostrativos (por ejemplo, “este”). Esta última actualización dio lugar a numerosos debates en redes sociales, donde los observantes de la ortografía reclamaban el regreso de la tilde como una pieza fundamental en nuestra forma de expresarnos, mientras otros se escudaban en que las tildes no son más que una muestra de un clasismo ortográfico que distingue las personas de “buena educación”.
Pero, ¿tiene la ciencia algo que aportar a este debate? Los acentos que indican la sílaba tónica están ausentes en la mayoría de las lenguas y, en español, las nuevas normas eliminan con cierta soltura su obligatoriedad en algunos casos. Por ello, la cuestión que nos ocupa es si los acentos ayudan realmente al reconocimiento de las palabras durante la lectura o si, por el contrario, se trata de una reliquia de nuestro idioma cuyas reglas detalladas, con muchas excepciones, precisan de decenas de páginas en su explicación.
La ciencia de las tildes
Para examinar si la omisión del acento gráfico conlleva un coste en la lectura, la lingüista Schwab hizo un experimento en el que pidió a las personas participantes que decidieran si el ítem que se les presentaba era una palabra española, independientemente de si estaban correctamente acentuadas o no (tanto “cárcel” como “carcel” serían palabras; se evitaron las palabras con acento diacrítico, como “sábana”/“sabana”). Curiosamente, Schwab no encontró diferencias entre los tiempos de reconocimiento de ambos tipos de palabras.
La ciencia cognitiva siempre intenta ir un poco más allá, y persigue captar los momentos más tempranos del procesamiento cognitivo de las palabras escritas, aquellos de los que no somos ni conscientes. Con este objetivo, Perea, Fernández-López y Marcet examinaron el papel de las tildes en un experimento de decisión léxica con priming enmascarado.
El priming enmascarado es una técnica en la que, antes del estímulo–objetivo (aquel al que las participantes responden) aparece muy brevemente (durante 50 milisegundos) un estímulo–señal, que la persona lectora procesa sin darse cuenta. Cuando el estímulo–señal es idéntico al estímulo–objetivo, se da una facilitación a la hora de reconocer este último. De esta manera, los tiempos de respuesta son más rápidos que cuando se presenta un estímulo–señal diferente al estímulo–objetivo (Figura 1). Los resultados mostraron que los tiempos de identificación para una palabra como “CÁRCEL” fueron esencialmente los mismos cuando iba brevemente precedida de “cárcel” o “carcel”.
¿Y qué ocurre cuando leemos oraciones con palabras sin acentuar? Marcet y Perea encontraron, con el empleo de un dispositivo de seguimiento ocular, que cuando se omitía el acento gráfico de una palabra los costes en los tiempos de lectura eran mínimos. Aunque la omisión del acento indujo a algunas personas a regresar a la palabra con acento omitido, lo cual se puede explicar dado que la omisión de la tilde supone una falta de ortografía que puede llamar nuestra atención.
¿Jubilamos los acentos gráficos?
En resumen, al menos en personas adultas, el acento gráfico en español no parece jugar un papel importante cuando leemos. Además, el empleo de las tildes implica una dificultad extra a la hora de escribir a la que, con seguridad, nos hemos enfrentado. ¿Cuántas personas no han dudado sobre si “derruido” o “distraído” llevan acento?
En cualquier caso, no debemos obviar el potencial papel facilitador de las tildes como guía para la lectura en voz alta en los primeros niveles de enseñanza del idioma, o en el caso de palabras nuevas (véase el caso de variantes del covid como la ómicron). Futuras investigaciones han de examinar el coste que supone la omisión de los acentos gráficos en su función prosódica (señalar la sílaba tónica) y, posiblemente, como García Márquez invocaba, alcanzar un mayor uso de razón en las normas ortográficas españolas.
Al fin y al cabo, y cerrando con otro Premio Nobel, Octavio Paz:
“La lengua es de todos o de nadie, y las normas que la rigen son reglas flexibles y están sujetas al uso (…) El idioma vive en perpetuo cambio y movimiento, esos cambios aseguran su continuidad, y el movimiento, su permanencia”.
María Fernández-López, Investigadora en Ciencia Cognitiva, Universitat de València; Ana Marcet Herranz, Profesora de Didáctica de la Lengua y la Literatura en la Universitat de València, Universitat de València y Manuel Perea, Profesor de Psicología, Universitat de València
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.
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