Futbol, tabla de salvación a jóvenes hondureños contra la violencia

Usando como ejemplo a Emilio Izaguirre, seleccionado hondureño descubierto en Tegucigalpa, Luis López evita que varios niños se vuelvan pandilleros.

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A sus 11 años de edad, Maynor Ayala sólo ve dos maneras de salir de los barrios de Tegucigalpa, Hondures, controlados por pandillas: jugando en un equipo de futbol profesional o en un ataúd barato. (AP)
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Agencias
TEGUCIGALPA, Honduras.- Sentado en un cancha de tierra enclavada entre el pestilente río Choluteca y los cuatro carriles del bulevar de las Fuerzas Armadas, Maynor Ayala, un niño de 11 años, sólo ve dos maneras de salir de los barrios controlados por pandillas: jugando en un equipo de futbol profesional o en un ataúd barato.

Sudado y mordisqueando una bolsa de agua un sábado al mediodía, Maynor está eufórico. Ha marcado un gol por primera vez en semanas. Por un instante se imagina que algún día puede llegar a una Copa Mundo como lo logró uno de sus héroes, Emilio Izaguirre, que defenderá la camiseta de la selección hondureña en el Mundial de Brasil.

"Quiero ser jugador de futbol", dice Maynor a la AP.

Regreso a la realidad

Pero después de acomodarse entre las piedras que abundan en la cancha, las sonrisas infantiles de Maynor y sus amigos desaparecen y empiezan a hablar de cosas serias.

"A mi primo lo balearon aquí en la cancha", dice, pícaro e inquieto, mientras simula una pistola con sus dedos índice y pulgar.

"Acordáte también del taxista que vinieron a ejecutar hace poco aquí mismito, en la puerta de la colonia", le dice a su amigo Marvin Cruz, de 14 años.

"También fuimos a ver uno que apareció descuartizado ahí no más en el puente", agrega Maynor, al tiempo que se levanta para señalar el lugar, cercano y al alcance, por el que pasa todos los días para llegar a la escuela.

Su entrenador escucha con desesperación el recuento de muertos que hacen los niños. Luis López, de 45 años, confinado a una silla de ruedas por culpa de un accidente de bicicleta hace más de diez años trabaja con ellos todos los días de la semana excepto el domingo. Mantiene la esperanza de que la disciplina deportiva los mantenga alejados de las violentas pandillas callejeras que dominan casi toda Tegucigalpa.

Tabla de salvación

Su proyecto de futbol es modesto comparado con las amenazas que los niños a diario afrontan: el llamado a la calle, la violencia, la pobreza y las drogas. Pero para los niños de las invasiones urbanas de Honduras, pasando por Brasil a Bangladesh, el futbol ha sido una tabla de salvación.

Maynor, Marvin y el resto de niños sentados en círculo en el suelo le permiten al entrenador albergar algo de esperanza. Ya no queda mucho por hacer con los que fuman marihuana en las afueras de la cancha o las esquinas, o con Antony, de 14 años, que ha dejado la escuela.

Aunque intenta enseñarles a los niños a jugar al futbol, sabe que el partido que deben ganar es el de continuar vivos.

"¿Pero, por qué tienen que ir a ver los cuerpos?", les pregunta.

Para Maynor, la respuesta es más que obvia. "¿Y qué tal si es el papá de uno, o el hermano o la mamá? Hay que ir a mirar", responde.

Quizás no lo sepa pero Maynor no es uno de los mejores jugadores de futbol del campo. Tampoco sepa, quizás, que un niño de su edad fue asesinado en Honduras cada cuatro días en 2013. Ni que las probabilidades de permanecer vivos se hacen cada vez más inciertas más a medida que aumenta la edad. Dos jóvenes entre 15 y 19 años de edad murieron asesinados cada día en 2013. Más aún: dieciocho adultos murieron cada día en el país en 2013.

Tanta muerte alrededor no deja dudas sobre cuál será el futuro de niños como Maynor si se acerca a las pandillas. Él va a ver los cuerpos inertes "porque uno piensa que va a estar ahí también".

Casi en 'toque de queda'

Maynor vive y juega al futbol en un barrio llamado la colonia Progreso, cuyo nombre contrasta con la suciedad de las calles, las aguas fecales al aire libre o las casas donde las familias viven hacinadas bajo techos de lata que tabletean con la lluvia. Las cien familias que lo habitan viven encerradas por portones metálicos que cierran de noche y los protegen de los delincuentes, en la parte baja de una colina presidida por un campo de golf y rodeadas de zonas controladas por pandillas rivales entre sí. Maynor y el resto de niños no salen de casa después de que anochece y cuentan que hasta han tenido que tirarse al suelo para protegerse de algún tiroteo.

Durante el día, los perros callejeros revuelven montones de basura que se acumulan a los costados de las calles. A la orilla del río Choluteca, bajo la mirada de bandadas de buitres que les sobrevuelan, niños y adultos excavan rodeados de suciedad para rellenar sacos de arena que venden a dos dólares las cien libras.

La cancha de futbol es una inmensa fosa común de víctimas que dejó el Huracán Mitch, vecinos que murieron enterrados vivos cuando los barrancos se desplomaron sobre el río en 1998 y cuyos cuerpos nunca fueron recuperados. El campo, las gradas y las canchas son el resultado del apoyo de José de la Paz Herrera, "Chelato Uclés", el padrino del futbol hondureño. Chelato, de 74 años, considerado un héroe por muchos hondureños, fue el entrenador que llevó a la selección hondureña a un Mundial de futbol por primera vez en 1982 en España. Después llegó a diputado.

Durante años, Chelato ha peinado los barrios más pobres de Tegucigalpa en búsqueda de talentos como Izaguirre, de 28 años, lateral izquierdo del Celtic de Glasgow y uno de los cinco futbolistas hondureños que han conseguido un preciado puesto en las ligas de futbol profesional de Europa.

Escenarios similares

Izaguirre vivía en un barrio similar a la de Progreso, que también era un campo de batalla entre las pandillas Barrio 18 y Mara Salvatrucha. Consiguió un contrato con un equipo profesional desde dónde Chelato se lo llevó a la selección hondureña que jugó el Mundial de Sudáfrica hace cuatro años.

"Emilio Izaguirre era fuerte por genética y nutrición. La técnica la consiguió entrenando todos los días", dice Chelato. Su presencia se destaca en la cancha mientras ve jugar a Maynor y a sus amigos, especialmente a Daniel, un niño de 14 años que juega mucho mejor que los demás. Pero dice resignado "lo que mata al talento en Honduras es la desnutrición".

Chelato utilizó fondos públicos a los que tenía acceso como diputado para realizar mejoras en la cancha, para nivelarla, para construir las tribunas y unas cercas que evitaran que los balones cayeran al río. En los barrios de Tegucigalpa no hay parques ni plazas públicas y las canchas de futbol son el único espacio público accesible a los vecinos. Como los adultos del barrio también querían usar la cancha en la noche, después del trabajo, se las arreglaron para conseguir las farolas. Se vistieron como empleados de la compañía eléctrica, con sus mismos trajes y cascos. Pidieron prestado un camión y se llevaron las farolas de la obra de construcción de un centro comercial.

"Incluso paramos el tráfico para hacerlo", dice uno de ellos. "Fuimos a donde sobra y las trajimos a donde no tenemos suficiente. Así de simple".

Luis, o Luisito como todos llaman cariñosamente al entrenador, dejo de jugar al futbol después de su accidente y comenzó a entrenar adultos. Pero nunca dejó de fijarse en que al lado de la cancha había niños inhalando pegamento o fumando hierba que, o bien ya se habían integrado en las pandillas que los deportados trajeron con ellos desde Estados Unidos o que estaban a punto de ser reclutados como carne de cañón.

Pandillas en guerra

Más de las tres cuartas partes de Tegucigalpa está constituida por barrios controlados o en disputa por las pandillas. Sus jefes reclutan y envían a los menores a cobrar el dinero de las extorsiones, a vender drogas o a hacer cumplir con las amenazas de muerte. A los niños les gusta impresionar y no son del todo conscientes de las consecuencias de sus actos. Si los atrapan no estarán tanto tiempo presos como un adulto y regresarán rápido a la calle para seguir delinquiendo. Luisito sabía que tenía que hacer algo y en junio comenzó a hablar con los padres sobre un proyecto de futbol para niños.

"No podíamos tener una cancha vacía mientras sucedía eso", recuerda Luis. Les dijo a los padres que los entrenamientos podían derrotar los vicios y la violencia de las pandillas.

Pocos días después, Maynor y otros 40 niños y niñas apuntaron sus nombres en una libreta negra que Luisito siempre lleva consigo y que pone sobre la mesita de su silla de ruedas para tomar notas de los entrenamientos.

Hacinado en casa

Maynor vive en una casa de dos habitaciones en la única calle pavimentada de Progreso con una docena de familiares. Comparte cama con su madre y un hermano pequeño, revoltoso, en una habitación pequeña, ordenada y de techos bajos donde también cocinan en un hornillo de gas. A Maynor le gusta la cocina y su madre se encarga de que cumpla con lo que le toca de los oficios de la casa.

Si se compara su situación con la de otras familias, a ellos les va bien. Maynor va a la escuela en un país donde el Ministro de Educación reconoce que la mayoría de los cursos sólo cumple un tercio de las clases previstas en el currículo porque no hay dinero para pagarles a los maestros. Su madre, Suyapa Ferrera, limpia calles para la municipalidad y su padre, que se fue hace tiempo a los Estados Unidos, envía de vez en cuando 30 dólares que se gastan en lujos como un saco de cemento para reforzar una pared de la casa o un par de zapatillas para jugar futbol.

Maynor es un niño de mirada entre dulce y pícara, le gusta hacer de payaso junto a sus amigos y aparenta menos años de los que tiene. Es muy hablador, gesticula mucho con las manos para reforzar lo que dice. Con los demás niños, habla de futbol, pandillas, violencia y de Dios. Les apasiona el futbol aunque ninguno de ellos haya entrado nunca en el estadio nacional, ubicado a pocos kilómetros del barrio. Luisito les dice que el futbol los mantendrá alejados de problemas y ellos están de acuerdo en que eso es exactamente lo que buscan. Aun así, Maynor dice que es más difícil mantenerse al margen de las pandillas que unirse a ellas.

Les atraen los chicos mayores, los que fuman a la sombra de los pocos árboles del barrio y se la pasan haciendo gestos con sus manos y brazos tatuados. Todos conocen las reglas. Primero te piden que seas "bandera", que vigiles cualquier movimiento raro en la zona o cualquier persona ajena al lugar. Así comienza el sentido de pertenencia. Después uno pasa a ser "recadero" y con el tiempo acaban dándote una pistola para hacer tareas más serias como robar una moto o asustar a un taxista que se niega a pagar la extorsión semanal.

"Un niño que se hace pandillero acaba matando", dice Maynor, repitiendo la frase tantas veces oída de boca de Luisito. "La violencia es el camino malo, algo que te lleva a la muerte". Con el apoyo de Luisito, estos niños fanáticos del futbol tienen cifrada su esperanza en el camino recto, en algunos de los padres y una confianza en Dios que se refuerza en las ceremonias religiosas del fin de semana en la iglesia evangélica del barrio. "Dios decidirá si puedo ser como Emilio Izaguirre", dice Maynor.

De carpintero a entrenador

Antes de su accidente Luisito era carpintero. Ahora se dedica a ayudar a sus vecinos. Se dice que lo ve todo y lo escucha todo, como si su parálisis hubiera reforzado el resto de sus sentidos. Sabe a qué familias les va bien y qué padres se han ido a Estados Unidos. Sabe quiénes beben demasiado y qué niños reciben golpizas por los moretones que aparecen en sus brazos. Más allá de lo que suceda en casa, exige que quiénes juegan al futbol se mantengan alejados de los vicios. Si fuman o inhalan, Luisito lo sabrá. No hay duda. "Ya he tenido que sacar a tres del entrenamiento", dice el entrenador.

Los niños tienen mucho cuidado cuando se refieren a las pandillas. Han aprendido las reglas por ósmosis. Su discurso pasa por elipsis y eufemismos. Como el malévolo "Voldemort" de Harry Potter, a las pandillas nunca se las menciona por su nombre. Son "los grupos" y la violencia es "el problema" o "la situación". Si por error uno de ellos menciona a "la 18" o la "MS", puede recibir una bofetada en la cara de cualquiera de sus amigos. Es por su bien.

Luisito también es muy precavido. "La colonia de allí está controlada por una pandilla" dice, moviendo la cabeza y señalando con la mirada. Después gira la cabeza hacia el lado contrario y explica "y allí están los otros". Ninguna de las dos pandillas controla la Progreso. Si lo hace, probablemente ocurriría un baño de sangre. Luisito espera que el entrenamiento mantenga el equilibrio al impedir que las pandillas recluten nuevos miembros.

Luisito trata de enrolar en sus entrenamientos a quienes viven al margen, como sucedió con un niño llamado Antony. Cuando apareció por el barrio hace unos meses, no escribió su apellido en la libreta. Sólo Antony, 14 años. Los niños le dijeron al entrenador que parecía problemático y que fumaba marihuana. En vez de ir a la escuela, pedía monedas vestido de payaso por los autobuses de la ciudad. Luisito quiso darle una oportunidad pero los niños no fueron tan generosos. "Cuando venía a la cancha, le retábamos y le tiramos piedras", dice Maynor.

Maynor estuvo a punto de que le expulsaran del entrenamiento cuando comenzó a coquetear con malas compañías. Cuenta sus problemas en fragmentos y con expresiones infantiles. Estaba cerca de alguien con un arma que tuvo un problema con una chica y, bueno, Luisito se dio cuenta de que comenzaba a torcerse y le dijo que eligiese estar cerca de las armas o del balón.

Maynor eligió el balón.

Sobre las dos de la tarde, después de comer de prisa, los niños de la Progreso se quitan las camisas blancas de la escuela y se ponen pantalonetas y camisetas viejas. Algunos calzan sus zapatillas deportivas, otros juegan descalzos. Así demuestran lo duros que son. Nadie tiene que ir a buscarles o llamarles dos veces. Por nada en el mundo llegarían tarde.

Maynor se junta con sus amigos Marvin y Carlos. Daniel ya ha llegado. Las chicas, que no significan mucho para el mundo pre adolescente de Maynor, se suman. Lo que más les molesta a los niños es que ellas, vendiendo tamales, lograron comprarse el uniforme del Barcelona mientras los chicos no tienen ni camisetas de futbol para jugar. "Es normal jugar con niñas. No les podemos pegar patadas porque son niñas, pero ellas sí nos pegan. Se supone que uno no se pega con las niñas", dice Maynor.

Luisito ya está en la cancha cuando llegan los niños. Les dice que firmen el cuaderno negro de asistencia y espera a que coloquen las redes en las porterías y coloquen piedras para dividir el campo. Su perro se acomoda bajo la silla de ruedas para protegerse del calor del mediodía.

"Vamos, tres vueltas alrededor del campo", grita Luisito antes de usar el silbato. Tres vueltas si van rápido. "Si no, cinco vueltas", dice a manera de amenaza. Corren. Después practican tiros a la puerta y dominan la pelota con el pie. Los niños cuentan mientras la estrella, Daniel, sostiene 249 toques de balón antes de que se le caiga al suelo. Después, centros a la cabeza y pases largos a través del campo. A veces, Luisito les premia con un partido improvisado.

En una tarde reciente de martes, el entrenamiento no terminó sólo con la sensación habitual de fatiga y satisfacción sino con ansiedad. La noche siguiente, la selección de Honduras jugará un partido amistoso con Venezuela en San Pedro Sula y todos se alistan para verlo. Cada vez que juega la selección, un vecino saca una pantalla a la calle para que todos los niños, incluso los que no tienen televisión, se junten a ver el partido. Verán a Izaguirre jugar junto con el resto de sus ídolos, Jerry Bengston, Andy Najar y Noel Valladares.

Recordatorio cruel

Pero los ánimos no están muy alegres esa noche. Corre la voz de que ha aparecido el cuerpo de un niño arrojado a varios kilómetros. Le han golpeado y tiene disparos en las piernas. Como cada vez que le hablan de un asesinato, Maynor se acuerda de su primo Jonathan y se pregunta de quién se trata en esta ocasión.

Antes de acostarse, todos sabían que el cadáver era el de Antony. Su padre ha identificado el cuerpo.

Al día siguiente, de camino a la escuela, Maynor y sus amigos se paran a ver el cuerpo del niño muerto dentro del ataúd. "Estaba todo morado", dice Maynor. De momento, es todo lo que él o cualquiera puede decir acerca del asesinato. Muchos vecinos sacan fotos con el teléfono de la cara golpeada de Antony para mostrársela a quienes no podrán asistir al velorio.

Esa misma noche ninguno de los niños, acostumbrados a la muerte, se había olvidado de Antony. Maynor y sus amigos se reúnen en la calle que está pavimentada frente al televisor para animar a su selección. Gritan y saltan cuando su equipo, al minuto siete del partido, se adelanta en el marcador. Minutos después se ponen nerviosos cuando Venezuela empata en el minuto 21. Alguno se estira como si estuviese a punto de entrar a la cancha, otros gesticulan como comentaristas. A los cinco minutos del segundo tiempo, todos están de pie de nuevo para celebrar el segundo gol de Honduras, que termina ganando el partido 2-1.

Izaguirre defendió bien, se llevó su parte del mérito y parece listo para el Mundial. Una vez más, los niños de la Progreso se permiten soñar con cómo sería jugar en un seleccionado nacional que gana partidos como el de aquella noche.

Duros ejemplos 

Si la vida da lecciones, la muerte también. Luisito no va a dejar pasar la trágica muerte de Antony sin comentarla. Tampoco va a perder la oportunidad de usar como ejemplo la trayectoria vital de Izaguirre, desde una cancha de tierra a jugar en la liga Premier de Inglaterra. Son dos caras de la misma moneda.

Nunca supieron el apellido de Antony, pero Luisito consiguió algunos detalles de boca de los niños: Antony dormía a veces en la calle. Formaba parte del estimado de 1,000 niños sin techo que sobreviven en Tegucigalpa. Aparentemente tenía tratos con la pandilla Barrio 18, quizás vendía marihuana y se metió en problemas por cruzar a territorio de la Mara Salvatrucha.

Las fronteras de Tegucigalpa, invisibles para la mayoría, son peligrosas incluso para quienes tratan de evitarlas. Puede decirse que los uniformes y la utilería para jugar al futbol son casi el único pasaporte que permite cruzar un fin de semana desde los barrios Divana o 21 de febrero hasta la Progreso y regresar a casa antes de que se haga de noche.

Maynor dice que se siente mal por la manera en que él y el resto de niños trataron a Antony. Nunca dejaron de considerarle un extraño. Pero asume su muerte como algo inevitable. Antony les había contado que estaba avisado. "Sabía que lo iban a matar", dice Maynor.

Crecer entre pandillas

Izaguirre también creció entre dos pandillas, explica durante una entrevista en San Pedro Sula después de que la selección hondureña le ganara a la venezolana. Cuando era niño, igual que Maynor, vivió y respiró deporte hasta el punto de que dormía junto a un balón de futbol. Si no estaba en la escuela, estaba entrenando.

"El equipo en el que empecé era de (una zona controlada por la pandilla) Barrio 18, pero vivía en zona de la (Mara) Salvatrucha", dice. "Lo que me libró de las pandillas fue que siempre la pasaba jugando futbol y jugaba con gente de los dos lados. Tengo un montón de amigos y conocidos que ya están muertos".

Izaguirre cumplió el sueño. Llegó a la primera división, al Mundial y a jugar en Europa. Pero sería erróneo decir que se ha librado de la violencia hondureña. Mientras a otros jugadores les gusta pavonearse de coches de lujo y ropa de moda, Izaguirre es un hombre de bajo perfil. Nunca hablará de su familia ni de su barrio para protegerles de las extorsiones de las pandillas.

Todos los niños quieren jugar al futbol, dice Izaguirre, pero sólo una minoría lo conseguirá. El resto luchará por seguir vivos. "Un lema de nuestro país es que el que anda mal, mal acaba. Como nosotros decimos, los jóvenes en Honduras, no sabemos si nos va a pasar algo en la calle, porque sabemos que es peligroso y tenemos que vivir el día a día como si fuera el último."

Eso es exactamente lo que hace Luisito. Sabe que su programa del futbol es una respuesta modesta a un problema de mayor calado. Tendrán poca educación formal, pero actúa como el hombre sabio que centra a los niños en riesgo de torcerse que se le acercan. "¿Nadie quiere terminar como Antony, verdad?, les preguntaba a los niños al terminar el entrenamiento poco después del asesinato.

Los jugadores dicen que no y comienzan a pegarle a la pelota. Saben que Luisito utilizará el ejemplo de Antony para recordarles lo que le pasa a quien elige el camino de la violencia hasta que aparezca otro cuerpo con otro nombre que lo sustituya.

Y se repite la historia

No pasan dos semanas antes de que suceda. Un joven asesinado en la esquina de la cancha un sábado a las nueve de la noche. No jugaba al futbol pero los niños están tan asustados que ni siquiera van a decir su nombre porque se corre la voz de que alguien va a por más. "Se oyeron los disparos y luego echaron a correr por el río" es todo lo que Maynor diría. El entrenamiento se suspendió el lunes. El martes los niños jugaban rodeados de los habituales marihuaneros, pero en lugar de quedarse charlando alrededor de la cancha al terminar, se van a casa con prisa.

Luisito no le promete a nadie que vaya a llegar a un Mundial o que saldrán de las colonias de un país donde la mitad de la población vive con menos de 2.50 dólares al día. Sólo trata de mostrarles una alternativa entre el futbol profesional y la muerte.

Crecer no es algo que se dé por descontado en el mundo de Maynor, pero cada vez se le presentan más opciones, sobre todo si sigue en la escuela, juega al futbol y se mantiene lejos de las pandillas. Cuando se le pregunta qué quiere ser de mayor si no logra convertirse en el próximo Izaguirre, ve una alternativa. "Me gustaría viajar vendiendo carros por toda Honduras e incluso en otros países", dice. "Ese sería un trabajo divertido".

Eso le permite a Luis tener algo de esperanza. "En esta cancha hay 40 niños y niñas jugando al futbol y sólo tres o cuatro fumando. Por ahora voy ganando. Les estoy dando una opción. Antes no la tenían".

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