Heysel: el día más triste para el fútbol europeo

29 de mayo de 1985: La historia del fútbol dio un giro de 360 grados, muerte y tragedia adjetivos de esa fecha oscura.

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El 29 de mayo de 1985 la historia del fútbol cambió, cuando cientos de hooligans ingleses invadieron un sector de las graderías, este acto costó la vida a 39 personas. (Fotografía: static.guim.co.uk)
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Agencias
MÉXICO, D.F.- Fue un tsunami. Yo estaba en el sector N, exactamente en la zona opuesta al sector Z, a un costado de la tribuna cubierta; me di cuenta de súbito que estaba pasando algo extraño porque los aficionados del Liverpool comenzaron a lanzar objetos contra un sector ocupado por tifosi de la Juventus y luego, de repente, se fueron hacia ellos de manera compacta, unida, como una ola. En un cierto punto, se detuvieron y comenzaron a retroceder, pero solo un poco: volvieron a avanzar de nuevo y esta vez ya no se detuvieron...

Luego regresaron cantando a su sector. Eso es lo que recuerdo, que cantaban; estaban festejando. Desde mi posición no he visto que ningún muro se hubiese colapsado; pensaba que habían dejado entrar a la cancha a los aficionados para evitar un incidente; yo y mis vecinos lo único que hemos distinguido fue una trifulca, una ola de personas que va de un lado a otro. Había hecho el viaje con unos amigos de Turín. Me había entristecido porque Carolina, mi novia, no había podido acompañarme.

Era una fiesta; nuestro día, si eso puede decirse. Después, desde luego, di gracias a dios de que su jefe no le hubiese dado permiso. Hacer el viaje a Bruselas desde Italia era tomarse dos días. Ella terminó renunciando, eso sí, pero esa es otra historia que nada tiene que ver. Trabajaba en una zapatería. Yo me casé con Carolina. Luego, desafortunadamente, nos separamos. De vez en cuando nos vemos, me la encuentro. Carolina es también de Arezzo, y Arezzo es muy pequeño; habíamos muchos de Arezzo ese día, y muchos nos conocíamos; de ahí era también Roberto. El caso de Roberto fue emblemático, ¿lo sabes?; quizá fue el más conocido, porque murió aplastado tratando de dar respiración boca a boca a un niño que se encontraba en el suelo. Roberto era médico. Fue su padre quien lanzó la asociación de víctimas de Bruselas, Otello Lorentini.

Y el del señor Gonnelli, y el de su hija, Carla, que entre la confusión y el caos, lo fue perdiendo de vista. Murió asfixiado. Y Carla, sabes, el caso de Carla es como el de una novela. Ella cuenta que se resbaló y de súbito, un inglés, John, la ayudó a levantarse; le salvó la vida. Carla buscó algunos años después a John, quiso saber quién era, y lo encontró, y se terminó casando con él, y contó su relato a un diario, creo que a La Stampa. Ya no me acuerdo. Dijo entonces que también hubo ingleses de nuestro lado, como si la batalla del campo, la de las gradas quiero decir, hubiera, por fin, firmado un armisticio. Pero la herida no se ha cerrado. No se cerrará nunca. Esas heridas no se cierran; no se curan. Pasan los años y no se cierran. Era una manga de maleantes, no de aficionados al futbol. Sí, se cayó una barda, por el peso, cuando todo el mundo quería huir; era un estadio decrépito, viejo, un sitio degradado; las rejas interiores eran muy endebles y las gradas estaban carcomidas, pero no fue solo eso.

Hubo un inglés que sacó una pistola, ¿sabes? Eso se publicó. Algunos introdujeron cuchillos, navajas. Los italianos éramos todos controlados; entrábamos lentamente al estadio, mientras que los ingleses entraron sin ningún control con botellas de cervezas y de todo tipo, con barras de hierro y de madera que habían guardado en una especie de zulo, una construcción en obra pegada al estadio. Tenían intención de matar desde un principio porque iban armados por todos lados, pero las autopsias fueron un desastre, una vergüenza; no se pudo comprobar realmente que alguien muriera por arma de fuego. Hay un periodista, Caremani, que escribió un libro sobre la tragedia de Heysel. Él accedió a muchos documentos. Sabes: en dos ceremonias fúnebres los familiares de dos víctimas se encontraron, en Buia y en Grotteria, con la sorpresa, y aún con una mayor indignación, de que los cuerpos repatriados no eran los de sus seres queridos.

El hospital había cambiado los ataúdes. Increíble. Eso lo escribió Caremani. Un caos, dentro y fuera del estadio. Hubo gente que vagabundeó por Bruselas, desorientada, durante toda la noche. Fue el caso de otro doctor, un hombre de Ancona, que fue puesto en línea junto al resto de cadáveres, fuera del estadio. Solo había perdido la conciencia. De repente se levantó, no sabía dónde estaba y se fue corriendo sin saber a dónde iba. Fue mucho después que llegaron las ambulancias, los bomberos. Pero dentro del estadio no se sabía nada; no se escuchaba nada; nadie nos informaba. Solo se percibía la tensión, del otro lado, y mucha gente sobre el campo.

En realidad era imposible distinguir lo que ocurría desde mi lugar. Yo te hablo en parte de todo lo que leí después: que el ejército tomó el estadio, que fue una barda a la que todos se dirigían huyendo de los bárbaros la que cayó colapsada por el peso; que muchos aficionados invadieron el campo para salvarse, mientras los policías se dedicaban a dar macanazos para que la gente retrocediera; que los hooligans ingleses hurgaron en los bolsillos de los muertos y tiraron al aire sus pertenencias; que la vigilancia era muy pobre. Sí, que hubo treinta y nueve muertos, treinta y dos italianos; otro siete, entre belgas y franceses. Que hubo más de seiscientos heridos. Que en solo diez minutos había ocurrido la mayor tragedia en la historia del futbol. Y yo había estado ahí; y no lo sabía. Todos lo supimos al día siguiente.

Hoy, todos sabemos que hay un antes y un después de Heysel. Para muchos, el después no incluye a sus seres queridos, desgraciadamente. Para mí, aquel había sido un lindo día. Miles de tifosi bianconeri habíamos llegado muy temprano en autocares desde Italia, y como no todos los billetes eran numerados y queríamos encontrar un buen sitio una vez abiertas las puertas, nos apresuramos a la zona de Heysel desde temprano. Recuerdo que pegaba el sol de una manera misteriosa sobre los núcleos de acero del Atomium, y recuerdo que se desprendía un reflejo anaranjado que iluminaba con su resolana todos los jardines cercanos al estadio, reverdeciendo la primavera, si eso se puede decir, aunque la primavera en Bruselas, me dio la impresión, retenía más los colores del otoño: amarillos, rojos, anaranjados, verdes oscuro. En todo caso, recuerdo a Bruselas verde, llena de parques.

Así la recuerdo yo, aquella tarde, la del 29 de mayo de 1985, que se convirtió en una peregrinación para velar muertos. Iba a ser el día más feliz de nuestras vidas. Y fue el más triste. Atroz. También recuerdo el bullicio que se levantaba en todo el Boulevard du Centenaire, a un costado del Centro de Exhibiciones, hasta las zonas X, Y, N y Z del estadio. Y recuerdo un momento hermoso: cuando iba buscando mi zona para entrar al estadio me topé con un aficionado del Liverpool; le propuse intercambiar mi camiseta ―claro, ¡llevaba una de repuesto!― ; y el aficionado de los reds accedió. Nos despedimos y recuerdo muy bien que fue él y no yo, quien me deseó good luck, con un gesto amable. Esa camiseta la quemé nada más volver a Italia. A mí me parecía que todo ocurría con normalidad. Había ido a partidos internacionales cinco o seis veces y el ambiente era ese, siempre el mismo, de fiesta, aunque sé que después se habló de los destrozos que habían causado los ingleses antes del partido, en el centro de Bruselas, alrededor de la Gran Plaza, pero la policía no detuvo a nadie; por el contrario, había hecho lo posible por apresurar el camino de los hinchas rumbo a la zona de Heysel, para confinarlos dentro del estadio. Allí, nos habíamos dado cita sesenta mil personas y estaba lleno a las siete de la tarde, una hora y media antes de que comenzara la final.

Al día siguiente, los equipos ingleses fueron vetados del territorio belga de forma indefinida y el primero de junio, menos de 72 horas después, con el apoyo de Thatcher, quien ya había anunciado unilateralmente su propia autoexclusión de otras competiciones, la UEFA suspendió, por cinco años, a todos los club ingleses de las competiciones europeas y, por siete, al Liverpool. Lo más simbólico fue que el anuncio no se hizo desde Suiza, su sede, sino afuera del número 10 de Downing Street, en Londres. Después se hizo famoso el informe Taylor, del lord Taylor. ¿Lo conoces? Fue el que promovió la prohibición de la venta de bebidas alcohólicas en los estadios de Inglaterra, obligó a que se portaran cartas de identificación de los miembros del club y expandió el uso de las cámaras de grabación en las tribunas; y, algo que habría salvado, quizá, la vida de algunos aficionados en Bruselas: se eliminaron todas las curvas de los estadios y se quitaron todas las vallas divisorias entre la cancha y las gradas.

Todo eso lo aceleró otra tragedia, la de Sheffield, en 1989, por sobrecupo del estadio Hillsborurgh. Ya lo ves, puede decirse que me volví experto en tragedias y en todo lo que Heysel significó para el futbol. Tuvieron que pasar más de diez años, desde el 85, para que 14 británicos fueron condenados a tres años de cárcel con libertad condicional; ¡por dios, con libertad condicional!; diez años para que el comandante de la policía y responsable de la seguridad en el estadio y el secretario de la federación belga, también lo fueran. La UEFA también se vio obligada a pagar el proceso judicial entero; sí, pasó todo eso, y sin embargo, cuando se ve que la violencia sigue ahí, durmiendo en los estadios, me da la impresión de que solo los ingleses han aprendido algo de aquella lección terrible.

Durante semanas me encerré en mi casa y no salí, deprimido. Después me dediqué a ir todos los días a la biblioteca de Arezzo, que tiene también una hemeroteca, y estudié y estudié. Estudié el término hooligan. Quería saber por qué habían muerto unos aficionados al futbol simplemente por serlo. Fue acuñado por los medios de Inglaterra a principios de los años ochenta. Se trataba de bandas organizadas de entre cien y ciento cincuenta personas dispuestas a irrumpir de manera violenta en las citas deportivas de sus equipos, el Leeds, el Arsenal, el Chelsea, el Leicester y, desde luego, el Liverpool. La del Chelsea, conocida como Chelsea Headhunters, se hizo notoria vapuleando a golpes a aficionados rivales hasta dejarlos inconscientes; entonces solía posar una tarjeta de visita en su pecho con las palabras: felicidades, has recibido un encargo de los Chelsea Headhunters. Más adelante, y ligados a grupos de extrema derecha con logos y lemas nazis, surgieron los Combat 18 que se dieron a conocer por su ferocidad con la muerte de un aficionado del West Ham luego de arrojarlo al terraplén desde un tren en marcha. La banda del Liverpool tenía el sobrenombre de Nutty Crew. Eran, se decía, los más salvajes.

Y ahí estaban, el 29 de mayo, enloquecidos frente a niños, madres, parejas jóvenes, familias ubicadas en el sector Z del estadio Heysel, que era una prolongación del sector ocupado por los ingleses, y que estaba destinado a público neutral, belgas en su mayoría, que tendrían la oportunidad de ver la final que hospedaba su país. La zona estaba dividida de los peores hooligans venidos de Liverpool por una escuálida valla. Por motivos que la UEFA jamás supo aclarar, muchos billetes de la zona Z terminaron en manos de algunas agencias de viaje en Italia, que vendieron las entradas a aficionados que no eran en ningún caso miembros del grupo de seguidores oficiales de la Juventus: en ese sector ocurrió la tragedia. En ese sector murieron treinta y nueve personas. No hay que olvidarlo. En ese sector podría haber estado yo; Carolina.

Pero no; yo había conseguido dos boletos con amigos de Turín en la zona de los tifosi del club. De todo lo previo, me acuerdo vagamente. A las siete menos cuarto, los jugadores de la Juve salieron por primera vez al campo. Obviamente, el estadio se incendió. Se escuchó Juve, Juve, nuestro cántico; todos gritamos. Yo estaba emocionado. Ver campeón a tu equipo, campeón de Europa, era un sueño. Cinco minutos después salió el Liverpool, en pans. Pelotearon justo por aquel sector unos balones y enseguida se volvieron todos al vestuario. Fue cuando comenzaron a retumbar los cánticos ingleses, del otro lado. Entonces, sí, es cuando lanzan los primeros objetos; apenas falta una hora para que comience el partido. Cinco minutos después, es la ola de la que te hablo; el tsunami que lo arrasa todo. Es cuando la valla se viene abajo por la presión ejercida por los hooligans y decenas de ingleses, ebrios, se lanzan a perseguir a los aficionados italianos y belgas. Por supuesto que hubo muertos por navajazos; por supuesto que alguien sacó una pistola y tiró a matar. Eran ellos los Nutty Crew, ¿no es cierto? En ese sector había solo seis policías; salieron todos corriendo para salvar sus vidas. ¿Quién puede reclamárselo? Y ahí estaba Roberto; y ahí estaba el niño que cayó al suelo, desmayado. Y entonces él le da respiración boca a boca, y..., y..., y la muchedumbre lo aplasta. La avalancha no se detiene.

Después supe que las primeras imágenes en la televisión que recibe el mundo, más de sesenta países en donde la final tenía previsto ser televisada, son la de hinchas nuestros dispuestos a la revancha, del otro lado del sector Z. Por eso se dijo al principio que éramos nosotros, los italianos, los culpables; quienes lo habíamos provocado todo. La única televisión que finalizó la transmisión cuando se conocieron los hechos fue la alemana. A los alemanes hay que aplaudirles; hay que respetarlos. Después de las dos guerras, no toleran ningún acto bélico, y lo que se estaba llevando a cabo en Bruselas era una guerra. El resto del mundo esperaba lo que esperaban los jugadores, lo que esperamos todos en el estadio, que a esas alturas, te puedes imaginar, ardía; era un campo minado. De verdad que daba miedo.

Nunca he vuelto a estar en un lugar como ese, jamás; era como si estuviera en llamas; de verdad, ardía. Era el infierno. La gente estaba muy caliente, muy confusa, dispuesta a todo. Dispuesta a todo. ¿Se juega o no se juega? No lo sabíamos, pero el ejército había tomado el estadio; o estaba por tomarlo; estábamos rodeados. Thatcher y Bettino Craxi habían hablado por teléfono. Hubo disertaciones en la organización; discrepancias; una hora de acuerdos. Y se tomó, por razón de Estado, la decisión: la única manera de salvar vidas era garantizar la salida controlada del estadio. Y para garantizar la salida controlada se requería de tiempo. Solución viable: se juega, aunque nadie quiera jugar; aunque ya nadie quiera ver ese partido. Se vuelve una orden: se juega. Un oficial de la Fuerzas Armadas entró en ambos vestuarios y explicó que el encuentro se tenía que llevar a cabo para dar tiempo a una evacuación eficaz. Se reservó de advertir a los jugadores, ¿te imaginas?, a los jugadores, de que era la única manera de evitar más muertes. Oficialmente, los jugadores, a esas alturas, no sabían que había habido muertos, pero lo sospechaban. Phil Neal, capitán del Liverpool, y Gaetano Scirea, nuestro Scirea, de la Juve, nos anuncian por megafonía que el partido se va a jugar, en inglés y en italiano. Es la primera información que recibimos los aficionados.

Recuerdo claramente, como si fuese ayer, que Scirea dijo: giochiamos per voi. Los rumores de que hay muertos se han comenzado a esparcir, pero es imposible saberlo. No existía toda la tecnología que existe hoy, ni siquiera había teléfonos celulares. ¿Te imaginas? No había manera de saberlo. Taconni, el portero de la Juve, diez años después, dijo a un medio deportivo que el equipo sabía que algunos aficionados habían perdido la vida en el sector Z porque muchos heridos, cuando habían sido atendidos en los pasillos del vestuario, gritaban ¡asesinos!, ¡asesinos!, refiriéndose a los hinchas ingleses.

Muchos estaban sangrando por todo el cuerpo. Neal escribió en su autobiografía que algunos jugadores del Liverpool estaban al tanto. Dijo, también, que cuando entró al campo sintió no hallarse en un estadio sino en una zona de escaramuzas; dijo que le tembló el cuerpo y que quería salirse de ahí lo antes posible. Te lo aseguro: nadie hubiese estado dispuesto a cambiarse por ninguno de aquellos veintidós jugadores para disputarse el torneo con más prestigio en Europa; tampoco nadie lo hubiese estado por ninguno de los aficionados italianos que estábamos ahí. Esa copa no cuenta; no fue una victoria; fue una gran pérdida. Una derrota para el futbol. Sí, fuimos campeones de Europa, la primera copa, pero no se puede ser campeón contando muertos.

Con información de Milenio, La Afición.

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