Crónicas urbanas: El indigente que enloqueció de amor

Martinn Bermejo, El rey de los vagabundos y poeta, tuvo que emigrar por no decirle a una mujer cuánto la quería.

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En ocasiones los indigentes pueden guardar detrás de esa imagen historias insospechadas. La imagen corresponde a un indigente en el centro de Mérida. (Archivo/SIPSE)
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Humberto Ríos Navarrete/Milenio
MÉXICO, D.F.- Martinn tiene 58 años, es delgado, baja estatura, tez blanca y voz pausada. Pelo entrecano, piocha quijotesca y esqueleto frágil.

Ha leído poetas clásicos y menciona algunos; pero pronto vuelve a su conversación inicial y retoma las causas que lo convirtieron en un andarín sin rumbo: tenía 24 años cuando salió de La Paz, Baja California Sur, su tierra natal, pues había enloquecido por el amor de una mujer.

—¿Por eso?

—Sí, por un amor no realizado, mi primer amor; la culpa fue mía, por mi timidez, porque ella también sentía lo mismo que yo, pero se cansó de esperarme, porque nunca le hablé, y ella se casó, y en ese momento sentí que mi vida ya no valía nada. Fue así como me hice vagabundo. Y empecé a irme lejos para olvidarla.

—¿Y ya la olvidó?

—Eso nunca se olvida.

—¿Obsesionado?

—La obsesión dura años.

—Y por eso la aventura.

—La primera vez estuve en Monterrey; luego en Guadalajara, año y medio; también en Manzanillo, y llegué hasta Cosamaloapan, Veracruz, tratando de olvidar ese amor. Trabajando en lo que me ofrecieran.

Durante 34 años ha vagado por diversas regiones. Hace tres años decidió desembarcar en la capital del país, donde vive de vender plástico y otros desperdicios, además de cultivar lo que él llama un subgénero literario: poesía artesanal.

En un principio —desde la Navidad de 2012 a marzo de este año— vivió en un trolebús, estacionado entre Eje 2 Norte y la calle Constantino, cerca de un lugar denominado La Ronda, pero un día la policía llegó a desalojarlo.

Lo acusaron de allanamiento, pues el vehículo era, es, propiedad del Gobierno del Distrito Federal, le informó un patrullero, y él quiso detener el desalojo con un argumento:

—Soy poeta de la calle y por eso me atreví a entrar, a quedarme; y aquí estoy, realizando mi labor poética, y la prueba aquí está —añadió, al mismo tiempo que sacaba de su alforja un manojo de cuartillas.

Los patrulleros, que llevaban la consigna precisa de lanzarlo, miraron con extrañeza al hombre, como tratando de entenderlo que decía, mientras mostraba “el poemario” titulado “Cuando el poeta y  la flor hayan muerto”.

Los policías llevaban una orden de desalojo. Nada los detuvo. Ni siquiera ese rimero de cuartillas, adornadas con pétalos y hojas secas, por lo que, sin miramientos, cumplieron su obligación y lo echaron de su rodante morada; y Martinn Bermejo, El rey de los vagabundos, tuvo que emigrar, una vez más.

Desde entonces duerme en la calle, y a veces logra colarse en los campamentos de los maestros, donde le dan posada. O descansa en parques, como el situado en la parte posterior del Museo de San Carlos, donde platicamos.

Los comedores comunitarios, dice, han sido una buena ayuda para subsistir, como el de Pino Suárez, o el administrado por monjitas, en Callejón de Ecuador. Desembolsa cinco pesos por cada ración.

De las ganancias obtenidas por vender desperdicio industrial, que son pocas, también logra apartar unas monedas que le permiten entrar a un cibercafé, donde escribe y fotocopia textos que adjunta a su archivo, el cual guarda en una carpeta con cuartillas manchada por gotas de lluvia que se expanden en forma de acuarelas.

Rey de los vagabundos

El rey de los vagabundos, que deambula por calles de la delegación Cuauhtémoc, también se hace llamar Martinn, con doble ene, de apellido Bermejo.

—¿Por qué?

—Elegí el nombre de Martinn —explica— porque tenía que empezar con la sílaba mar, ya que mi amor imposible me comparó con el mar; entonces yo, cuando busqué mi pseudónimo, me dije: tiene que empezar con la sílaba mar, porque la ciudad de donde soy, La Paz, está a la orilla de ese mar que la geografía generosamente le otorgó tres nombres: Golfo de California, mar de Cortés y mar Bermejo.

—¿Y cómo se llama el amor imposible?

—Era una mujer ajena; por eso también voy a decir un nombre ficticio: Silvya, así lo tengo escrito. Fue un amor similar, eso sí lo puedo asegurar, similar al de Romeo y Julieta. Un amor imposible.

—¿Ella sabe de sus poemas?

—Jamás nos volvimos a ver. Nos despedimos para siempre porque yo iba a provocar una tragedia en su hogar. La quise tanto que sin ella sentí que me iba a morir, de tal forma que cuando nos despedimos, enloquecí, como a los dos, tres meses, enloquecí, lo digo sinceramente, enloquecí, y siempre cuando alguien está así, va a enloquecer.

—¿Qué le pasó?

—Dije que enloquecí porque un día, en lo que bajaba de una vereda, me salí de la vereda y me metí entre los arbustos espinosos a arañarme, a ver si el dolor físico me atenuaba el dolor del alma; lógico, en ese momento sentí que estaba enloqueciendo, porque se siente un dolor, un frío que te recorre la espina dorsal.

—¿Y cuándo piensa regresar a su pueblo?

—Quisiera regresar ya, pero eso ya no lo decido yo.

—¿Quién lo decide?

Y se hace un silencio.

Luego sonríe.

Y queda absorto.

***

—¿Cuántos poemas tiene?

—Como 150; incluidos los poemas cortos, ya como 200.

—¿Piensa hacer un libro?

—A eso vine al Distrito Federal, porque tengo material, por lo menos, para tres poemarios, pero no he podido debido a las circunstancias en que llegué: he estado luchando diariamente por mi supervivencia, y el poquito material que traía mecanografiado lo perdí por estar en situación de calle, y llegó un momento en que me quedé sin nada, pero la mayoría, 95 por ciento, los tengo en la mente.

— ¿Por eso viene a la Ciudad de México?

—Sí, para dar a conocer mis poemas, ya tengo suficiente material para ser publicado, por eso vine arrastrando todo, vine con todo en contra, prácticamente sin papeles, los poquitos que tenía aquí los perdí, sin dinero, sin conocer a nadie,  y lo peor de todo, con la edad en contra, pero considero que voy a ser un ejemplo para las personas de mi edad o mayores, que a cualquier hora se puede cumplir un sueño.

—¿Y cuál es su sueño?

—Regresar a La Paz como un triunfador, reconocido en todo el país como el poeta popular número uno de México, que en mi ciudad me reciban en el aeropuerto, lo que es mi ciudad, mi pueblo, bajarme del avión, y si no es así, no regresaré nunca.

Y allá va Martinn, con su alforja llena de palabras, hojas y pétalos disecados, incluido ese menú poético en el que desmenuza un recetario, o ese otro en el que menciona a su amada, que él mismo recita: “Siiiiilvia, el soooool que se hospedóóóóó en tus oooooojos dejó una herencia sin notariaaar”.

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