Crónicas Urbanas: La calle más sitiada en México

Bucareli es la calle más sitiada del país por albergar el edificio de la Segob; decenas de negocios han clausurado.

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Las manifestaciones en Bucareli pueden durar apenas unos minutos... o prolongarse por meses. (Archivo SIPSE)
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Humberto Ríos Navarrete/Milenio
MÉXICO, D.F.- Llegan de todas partes del país y exigen solución a sus problemas. Lo hacen en cualquier momento. Su permanencia en Bucareli puede ser de minutos, horas, días o meses, tiempo durante el cual se desquicia el tráfico en varios metros a la redonda y cuyas consecuencias van más allá, pues los manifestantes efectúan hasta tres concentraciones diarias. De diferentes dimensiones.

Y es cuando todo tipo de vehículos, incluidas hileras de tráileres, hacen complicadas maniobras para tomar atajos y poder salir de ese atolladero.

La lucha de Irma Hernández Rodríguez, dueña de un negocio en Bucareli, la calle más sitiada en la capital del país, se ha prolongado por varios años.

Durante ese lapso ha visto desaparecer comercios y agonizar otros. Ella misma está enferma, dice, y encima sufre amenazas de desalojo, como sus vecinos. 

Su pequeña empresa, herencia familiar, está en el número 58 desde hace 70 años, 27 de los cuales se ha hecho cargo ella.

Se dedica a la manufactura de medallas, diplomas y distintivos metálicos. “Me va muy mal, oiga, casi a punto de cerrar”, asegura esta mujer que ha hecho reclamos, tanto a los bloqueadores como a la autoridad, pero no solo no le hacen caso, dice, sino que ha sido golpeada.

—Ha resistido los bloqueos.

—Pues porque me ayuda una hermana, que me manda dinero, pero debo, siempre estoy debiendo por los bloqueos precisamente.

—¿Desde cuándo?

—Desde el 97, que han venido haciendo plantones fijos. El de los maestros, desde 2009, que fue cuando duró tres meses, y dos Antorcha. Han sido en tiempos estratégicos para que el mercado se acabe.

—¿Y qué dicen las autoridades?

—Le dicen que se cambie uno de lugar, ¿cómo ve?

—¿Y económicamente en qué ha repercutido?

—Mi hija ya dejó de ir a la escuela de paga porque… ¿de dónde salen 80 mil pesos, o lo que sea? Además, el cáncer se me ha agudizado por tanto estrés; y no duermo por quedarme a trabajar de noche —dice, mientras muestra las palmas de las manos, sucias de pegamento, e informa que ha despedido a seis empleados.

—¿Y quién sustituyó a esos empleados?

—Tengo que trabajar día y noche, yo decoro y perfecciono; o sea, tengo que detallar con el solvente, con el que hay que limpiar… Mire —añade—, tengo cartas de todas las secretarías donde dicen con fundamento legal que corresponde al gobierno central quitar a los que bloquean.

—¿Y qué dice el Gobierno del DF?

—Nunca me contestaron, tengo ahí un acuse desde 2009, pero nunca me han contestado. Tengo dos actas levantadas por agresión de manifestantes, una por daños y perjuicios, pero nadie, hasta la fecha, nadie me ha hablado.

—¿Cuándo la agredieron?

—Hace unos nueve meses, una persona de Antorcha —se refiere a la organización Antorcha Campesina— que era servidor público, pude averiguar que era trabajadora del DIF de Chimalhuacán; sucede que se me avienta, me lastima; fui a levantar un acta, pero no vinieron ni los policías.

—¿Pero por qué sucedió?

—Porque le dije que se quitara de la puerta, de la entrada, porque ya me han roto las vitrinas, hacen del baño y tiran basura.

Ni cómo irse

Hernández Ramírez, como los demás inquilinos del edificio, paga una renta —la de ella es de 12 mil pesos—, “pero estoy en juicio, porque me están pidiendo el inmueble, pero no tengo cómo irme; no tengo ningún colchón de reserva, ya que vive uno al día, peor que al día”, dice la mujer.

—¿Todos?

—Todos, vea allá: todos deben. Muchos se fueron porque no tuvieron dinero para costear el juicio.

La acompaña su vecina Marta Montero, de 65 años, quien comenzó a trabajar a los 18 en el taller de joyería y relojería, fundado por sus suegros en 1937 y desde el que ha atestiguado el deterioro.

—¿Y qué tal?

—Pues mal —responde mientras señala con su índice las enmohecidas cortinas de comercios, ahora tapizadas de grafitis— porque esto  parece pueblo muerto.

—Aquí se nos fue la vida —opina su esposo, Juan Orozco, de 73 años, quien se remonta al pasado—. Ahí enfrente, en el número 59, estaba el restaurante del torero Luis Procuna; acá, El Conde, desaparecido en 1970; allá, la chocolatería Lady Baltimore, y más allá, la peluquería El Periodista.

—¿Cuándo inicia la crisis de su comercio?

—Cuando empezaron las manifestaciones más seguido —dice la señora, que lleva la voz cantante—, porque hay veces en que tenemos tres en un día y eso nos perjudica más, porque nosotros vivimos de esto; aquí hemos pasado nuestra vida, mi esposo y yo, y mis suegros que en paz descansen; antes vivían seis familias de este negocio, ahora difícilmente sobrevive una, que somos nosotros, porque tenemos clientes cautivos, clientes que nos tienen confianza.

—¿Cuál ha sido el bloqueo que más los ha perjudicado?

—Uno que tuvimos de tres, cuatro meses; ya era un verdadero problema porque la peste era espantosa; para ellos, de lo más normal, porque dicen que los traen por sus peticiones; y por semana, si acaso, nos dejan un día libre, el sábado, porque todos los días tenemos bloqueos aquí; 85 por ciento de negocios han quebrado.

—¿Cuántos?

—Pues todos los de enfrente, todos estaban abiertos; le digo —recuerda—, esta calle era muy luminosa, tenía mucho alumbrado, desde aquí empezaban a poner las guías para las fiestas patrias, para la Navidad.

Ellos también están en litigio, pues “por los bloqueos no tenemos ya capacidad para pagar la renta; y con problemas de salud, hay que aguantar hasta que ya, de plano, no podamos más, y tratar de salir adelante, pero esto está muy difícil; mire —ejemplifica la señora Montero—, tiene usted toda la tarde aquí y díganme: ¿a quién ha visto entrar aquí? Con eso le digo todo”.

Son las otras víctimas de los bloqueos en Bucareli, una de las vialidades neurálgicas de la Ciudad de México, donde la Secretaría de Gobernación tiene su edificio central y cuyos alrededores, desde hace poco más de 12 años, y solo en estos casos, ataja el paso con vallas metálicas y policías federales.

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