Cueva del Diablo, terreno de fantasía

La esperanza de que los normalistas de Ayotzinapa estuvieran ahí encerrados movilizó a decenas de hombres. (Segunda parte)

|
Decenas de uniformados navegaron entre toneladas de basura y desperdicios con la esperanza de encontrar vivos a los normalistas. (Notimex)
Compartir noticia en twitter
Compartir noticia en facebook
Compartir noticia por whatsapp
Compartir noticia por Telegram
Compartir noticia en twitter
Compartir noticia en facebook
Compartir noticia por whatsapp
Compartir noticia por Telegram

Víctor Hugo Michel/Milenio
NUEVO BALSAS, Guerrero.- Con un plumón, el comandante a cargo del destacamento de la Gendarmería Nacional trazó un punto rojo en el mapa plastificado de Guerrero de la Secretaría de Comunicaciones y Transportes, edición 1998. Algunos de los normalistas tenían que estar ahí, en la Cueva del Diablo, cerca de Acatlán.

Una decena de hombres se arremolinó en torno al mapa, dispuesto sobre una mesa en el embarcadero de Nuevo Balsas, un poblado lacustre a las orillas de la presa de El Caracol. Los gendarmes se veían frescos, con sus uniformes nuevos y ametralladoras HK.

En contraste, tras un mes de frenética búsqueda como detectives de la sierra, los policías comunitarios lucían agotados, con las camisas raídas y los pantalones sucios de lodo. Algunos llevaban palos en las manos. Los menos tenían machetes.

La operación de búsqueda en Cueva del Diablo pasará como una de las más extrañas que se hayan visto en Guerrero

A unos metros, el muelle bullía con los movimientos de una flotilla de lanchas de pescadores de Nuevo Balsas. Estaban listos para servir de transporte de tropas y sumarse a una extraña expedición que tenía por objetivo llegar a la Cueva del Diablo para montar un rescate de película, aunque en ese desigual ejército no todos sabían a qué iban.

La parte medular de la misión se mantenía en reserva, un secreto compartido solo entre los mandos de la Unión Popular de Organizaciones del Estado de Guerrero (Upoeg) y la Gendarmería. El comandante Mauro, a cargo de una de las columnas de comunitarios, explicó por qué:

“Tenemos todos los teléfonos intervenidos y por eso no hemos dicho nada. No queremos que se lleven a los muchachos de la cueva a otra parte de la sierra. Tenemos que ser muy discretos. Pero esto va a cambiar todas las cosas. ¡Los vamos a rescatar!”, dijo emocionado, cuidándose de que nadie lo escuchara.

Lo que se guardaba con tanto celo era el relato de un sicario de Guerreros Unidos que había confesado, durante una borrachera, la supuesta ubicación de algunos de los normalistas desaparecidos desde hacía un mes. Su historia apuntaba al terreno de la fantasía. Estaban, dijo, secuestrados en una caverna en las montañas (MILENIO 1/11/2014).

La Cueva del Diablo quizá no existe. Pero eso no importa. En esto operaba algo más. No era solo ese desliz etílico el que tenía a medio centenar de hombres a punto de embarcarse en una misión peligrosa a Acatlán, un bastión de los Guerreros Unidos.

Detrás estaba la esperanza férrea de que aun sin nada se puede hacer algo para cambiar las cosas. Un ideal que ha mantenido a estos comunitarios fuera de sus hogares por un mes en condiciones muy difíciles.

“Los vamos a salvar”, prometía horas antes Crisóforo García, comandante de la Upoeg. Salvar en verbo transitivo. Al final, esa terquedad y desesperación les acercó aliados impensados. Tanto como la Upoeg, la Policía Federal estaba hambrienta de pistas luego de un mes de fracasos en la búsqueda de los normalistas.

Quizá por eso accedieron a participar con un pelotón entero de gendarmes para buscar a conciencia en la presa El Caracol, que con sus 120 kilómetros de extensión es cinco veces más grande que el embalse de Valle de Bravo y en donde el terreno es idóneo para plantar droga a granel.

Una formidable armada

La posibilidad de que la Cueva del Diablo fuera una prisión serrana se tomó tan en serio que movilizaron dos helicópteros artillados para servir de apoyo en caso de que algo saliera mal.

Antes de iniciar la que sin duda pasará a la historia como una de las operaciones anfibias más extrañas que se hayan visto en Guerrero, los gendarmes se formaron.

—Con mucha precaución. No sabemos qué hay allá —comentó su comandante. Iban a una especie de terra ignota donde desde hace mucho hay un gobierno paralelo. Para dar una idea de qué tan remota es el área, está a nueve horas por carretera desde Cocula, que a su vez está a tres horas de Chilpancingo, que está a tres horas del Distrito Federal.

Hacia el mediodía, la fuerza anfibia abordó sus lanchas. Eran 12 embarcaciones en total: la Mari, la Atenea, la Garza y otras tantas con nombres propios, como corresponde en un pueblo de pescadores. Zarpaba una formidable armada de federales y policías comunitarios. Unos 40 rifles y 20 machetes. Varios de los nuevos marineros se santiguaron.

“Órale pues, vámonos”, arengaba el comandante Mauro, a cargo de uno de los destacamentos de la Upoeg, ahora convertida en una marina. Desde tierra alguien gritó: “¡Suerte muchachos!”, y en una de las lanchas hubo vivas y hurras.

En la suya, Mauro lucía valiente y gallardo, un Ahab que va por su ballena blanca con un radio cifrado en la mano en vez de arpón. Pero la lógica no cuadraba: ¿como por qué alguien iba a llevar tan lejos a los normalistas y arriesgarse a ser descubierto?

La muerte ronda

Estas cosas no se pueden inventar, por más que parezcan irreales. Como en un mar de los sargazos versión basura, las 12 lanchas navegaban rumbo a Acatlán y los normalistas entre millones de desperdicios.

La presa es un inmenso tiradero. Millones de botellas de plástico flotan como deformes peces muertos.  Hay sandalias, llantas y bolsas. Si la de Guerrero no fuera una tragedia enorme, esta historia de destrucción ecológica sería importantísima.

¿Pero quién habla del medio ambiente cuando la muerte ronda? En una de las lanchas, Mario Valencia, un comunitario de Nuevo Balsas, narraba los terrores que han descendido sobre las comunidades de la presa.

“El pueblo entero se levantó el 13 de diciembre pasado, cuando mataron al Chauite”, dijo. Se refería al asesinato de un pescador a manos de La familia michoacana.

Bajo el mando del comandante Rogelio, los comunitarios se organizaron y lograron expulsar a la familia. El pueblo celebró cuando el último sicario se fue. “Pensamos que estábamos libres. Que ya se había acabado. Y después llegaron los Guerreros Unidos”, lamentó.

Hoy en Nuevo Balsas ya no hay líder que reúna a las tropas para otra batalla. Al comandante Rogelio lo acaban de matar hace dos meses. Lo venadearon en el Barranco del Tigre mientras pescaba. La guerra no acaba nunca.

Gente cerca

El filósofo suizo Alain de Botton ha dedicado mucha tinta a analizar la frustración. Define cada anhelo, cada sueño frustrado, como “la colisión de un deseo con la inflexible realidad”.

Para la armada que zarpó en medio del lago de basura la realidad fue justo así, inflexible. Llegaron a Acatlán, desembarcaron y caminaron por la selva durante tres horas. Los gendarmes tendieron un perímetro, comunicándose a través de señas.

Y nada. No había Cueva del Diablo. Ni normalistas amarrados en la penumbra. Los rostros de muchos en la partida de búsqueda eran de tristeza. Pero la esperanza, de todas formas, es lo que muere al último.

—¡Aquí hay una moneda de dos pesos! —gritó un comunitario. Estaba convencido de haber hallado evidencia.

—¡No la toques con las manos, puede tener huellas! —le aconsejó un compañero.

—¡Una urraca acaba de chillar entre los árboles! —notó otro—. Solo chillan cuando hay gente cerca.

Los detectives del monte estaban a la búsqueda de nuevas pistas.

Lo más leído

skeleton





skeleton