Presidentes mexicanos que se rindieron ante el Papa

A los mandatarios mexicanos se les ha hecho costumbre desfilar por el salón del trono de la Santa Sede.

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El Papa Francisco se comprometió con el presidente, Enrique Peña Nieto, a visitar nuestro país, pero todavía no hay fecha para el encuentro en México. (presidencia.gob.mx)
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Víctor Hugo Michel/Milenio Digital
MÉXICO, DF.- Las nubes no se abrieron y cuando por fin un presidente mexicano accedió a visitar El Vaticano luego de años de hostilidad revolucionaria no se convirtió en sal ni comenzó a burbujear con pestilentes pústulas bajo la piel como un Job moderno. 

De los cielos no descendió un arcángel con espada de fuego en mano para decapitarle por ser el líder del país de la Reforma juarista, la nación cuyo gobierno anticlerical aplastó a los Cristeros, y en donde llevar sotana en la calle fue durante mucho tiempo el equivalente a un pecado civil pagable con la vida. 

No hubo temblores, ni plagas de siete años o lluvias de fuego sobre las cabezas de los habitantes de Roma al aterrizar el TP-01 en Fiumicino.

Luego, cuando los crucifijos por fin se asomaron detrás de las corbatas y los presidentes se admitieron abiertamente católicos y profesantes, tampoco bajó una paloma blanca para ungirles con el santo crisma o darles una corona de 12 estrellas.

A veces se anularon matrimonios y extendieron bendiciones, pero las voces del monte no se materializaron ni hubo arbustos en llamas indicándoles qué hacer, cómo gobernar, qué rumbo tomar durante sus sexenios.

Todos los presidentes de México que acuden a Roma han pugnado por traer al Papa, cada quien a su estilo y forma

Para los presidentes mexicanos, ir al Vaticano ha sido siempre un asunto algo más terrenal, pese al misticismo del incienso y rezos que rodea a la Santa Sede. Es un viaje en el que lo que sí hubo y siempre ha habido es mucho escarceo (acercamiento) político.

De ellos, pedir el reconocimiento a la Iglesia por parte del Estado. De los mexicanos, reclamar respeto a la soberanía y el rechazo la sujeción del credo. Del papado, exigir reformas a la Constitución en muchos rubros, entre ellos la educación. 

De la Presidencia, solicitar la legitimación a sus programas de gobierno por parte de la curia romana. Del Pontífice, deslizar la exigencia del respeto a la vida. De los mandatarios, buscar la foto que no puede faltar en un sexenio.

Porque si bien no ha habido aún una señal de los cielos, siempre han estado los destellos, esencialmente los de las cámaras. Siempre durante el mismo anuncio, repetido desde Luis Echeverría hasta Felipe Calderón tras salir de la Biblioteca Papal, tan inmutable esta como el mensaje del mandatario en turno: “He invitado al Papa a que visite nuestro país…”

Sin excepción, todos los presidentes que acuden a Roma han pugnado por traer a México al Papa, cada quien a su estilo y forma, porque de algo vale en un país predominantemente católico o al menos eso diría la ortodoxia.

¿Políticamente, electoralmente? Vale y eso es lo único que cuenta. Hoy, en medio del escándalo de pederastia más grande que haya sacudido a la Iglesia Católica mexicana en años, llega el turno a Enrique Peña Nieto. Como sus antecesores, va con un objetivo claro: lograr que Francisco pise territorio mexicano antes del fin de su sexenio.

Por lo pronto, el Santo Padre ya le hizo la promesa de siempre: "Visitaré México".

Luis Echeverría. Carlos Salinas de Gortari. Ernesto Zedillo. Vicente Fox. Felipe Calderón. A los presidentes mexicanos se les ha hecho costumbre desfilar en la Sala del Trono. Es tiempo de Peña Nieto.

Se pelean por los rosarios de plata

Tras años de silencio incómodo entre ambas partes, Luis Echeverría llegó en 1974 a la Santa Sede con la Constitución bajo el brazo se diría que dejó a su paso un denso olor a azufre.

“(Soy) profundo creyente… del Artículo 3 constitucional y nuestra Revolución”, dijo al pisar la urbs  sacra. Las crónicas del día le captaron admitiendo que Pablo VI “es todo bondad y dulzura”, pero de la posibilidad de que México y el Vaticano reestablecieran relaciones diplomáticas, nada. Hasta evocó a Benito Juárez.

“Mi encuentro con el Papa ratifica la situación ahora existente entre el Estado Mexicano y la Iglesia”, dijo. “Mantenemos en calidad de principio inalterable de nuestra vida interna y externa el respeto al derecho ajeno como fórmula de paz”.

Ningún presidente mexicano volvería a Roma sino hasta 1991, cuando Carlos Salinas –que ya preparaba el reconocimiento a la Iglesia—visitó a Juan Pablo II en un mundo en el que el comunismo se desmoronaba, en buena parte por la mano del polaco.

Junto a Joseph Marie Córdoba Montoya, Salinas de Gortari sacó el colmillo y operó para que en la Santa Sede un grupo de seminaristas de los Legionarios de Cristo y monjas mexicanas gritaran “¡Viva el Papa, Viva el Presidente!” en una sola frase. Entre ellos se encontraba un sacerdote cada vez más poderoso, cercano ya desde entonces a la política: Marcial Maciel. 

El detalle lo regaló el gabinete salinista, que se peleó por hacerse de rosarios de plata recién benditos por el Papa. Entre ellos se encontraba un joven Pedro Joaquín Coldwell, y la línea de la hostilidad a la Iglesia se desvanecía en distintos momentos: el jefe del Estado Mayor Presidencial se hincó ante el Papa, que al final del día soltó: “Iré a México cuando Dios lo quiera”.

Cinco años más tarde, la primera visita de Estado. El Himno Nacional tocado en la Basílica de San Pedro y Juan Pablo II reclamando a un titubeante Ernesto Zedillo la mano dura en el conflicto en Chiapas. 

“He seguido con vivo interés los acontecimientos de la vida política y social de su país, en la que hay que destacar una serie de cambios significativos que se han dado recientemente”, decía Wojtyla, olvidado el celo de cuando no había relaciones: ahora sí se opinaba de asuntos internos.

Como mucho en su sexenio, Vicente Fox trivializó su oportunidad en el reflector papal. Roma bien le valió un beso y usó la visita en 2001 para santiguar sus segundas nupcias y tomarse la famosa foto besando a Marta Sahagún frente a la Basílica de San Pedro. 

La hora de los regalos. (presidencia.gob.mx)

Y aún así, reconoció a Zedillo la estabilización económica tras el tequilazo de 1995. La línea entre lo oficial y lo divino se diluyó aún más en aquel viaje: su esposa, Nilda Patricia, se convirtió en la primera dama en besar el anillo papal. Iba vestida de un sobrio vestido negro casi hasta los tobillos, con una mantilla cubriéndole la cabeza y rostro.

Aquello, tras una reunión privada con el Papa organizada por Marcial Maciel, el hoy defenestrado fundador de los Legionarios de Cristo.

La declaración, como en otras cosas de la administración foxista, la dio Marta, no el presidente. “El Papa es muy amoroso, muy cordial, obviamente dándome la bendición como padre que es”.

Felipe Calderón pidió la bendición a su guerra del narco y de paso a un sexenio que arrancaba en medio de acusaciones de fraude en enero de 2007. Es a quien menos tiempo han dado con un Pontífice. Sólo 22 minutos para platicar con Joseph Ratzinger.

De la línea de división ya no quedaba nada. “Fue un momento muy significativo. Debo confesar que es muy complejo separar el cargo como presidente de la República con las propias convicciones y emociones”, dijo al salir del estudio papal.

Y ahora Enrique Peña Nieto.  De la animadversión revolucionaria a la devoción católica abierta, a los presidentes mexicanos se les ha hecho costumbre desfilar por el salón del trono de la Santa Sede. Algunos de forma desafiante, los más con la mirada contrita y la rodilla en el piso, aunque siempre con el mismo objetivo: invitar al Papa.

Traerle a México, porque pareciera que no hay sexenio completo sin una visita papal, o al menos eso marcan las últimas cuatro administraciones, que si bien no escucharon una voz de los cielos, sí tuvieron su fiesta, su pontífice, la bendición tan anhelada en territorio mexicano.

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