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Ser médico ha sido de lo mejor que hasta ahora me ha pasado, aunque los primeros meses de ejercer la carrera han resultado agotadores pero enriquecedores; es una profesión que te lleva a vivir el verdadero estrés de tener una vida en las manos, te obliga a tratar de ser perfecto y a dejar en claro que no eres Dios y no puedes sentirte así, pero puedes luchar por ser al menos su herramienta.

Esta semana me sucedió algo personalmente fabuloso, digno de contar con alegría y ternura, aunque confieso que en aquel momento sentí un nudo en la garganta como si la vida se paralizara.

Se trata de una joven que acudió al consultorio de una colega, accidentalmente dejaron la puerta abierta. Al parecer la paciente tenía un deterioro neurológico que para algunos es un retraso mental pero para otros es una ventana al amor. Tenía frente a mí a una joven con alma de niña que a lo lejos me vio pasar y al observarme vestido de blanco y con barba exclamó con alerta y emoción: “¡Papá Dios! ¡Papá Dios! ¡Veniste a verme! ¡Mira mamá, es Diosito que está aquí!”.

Sorprendido traté de alejarme un poco para no interrumpir la consulta, pero la paciente salió corriendo del consultorio y con uno de esos abrazos que te envuelven el alma y te permiten sentir el verdadero sabor de la magia me dijo: “Papá Dios me estoy muriendo”. Le devolví con mucha fuerza el abrazo, sonreí y contesté: “¡Claro que no!, vas a estar muy bien pero debes tomar tus medicinas”.

La acompañé de vuelta al consultorio mientras su madre me regalaba una sonrisa. Me alejé del lugar y nuevamente me gritó: “¡Adiós Diosito, te amo!”.

Y de nuevo mi corazón latió con fuerza para recordarme que la magia existe y la inocencia la trae consigo; que la medicina se disfruta más allá de la consulta, que en la enfermedad también se encuentra la fortaleza; que la ternura es un arma para la felicidad y que la sonrisa es el brillo del diamante que llevamos en el alma.

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