"Enojo en los trece cielos"

Hacía tiempo que pensaban crear el mundo y poner sobre aguas y tierras una criatura que les rindiera culto.

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Eran los días –en realidad no eran días ni eran nada (o más bien sí era la nada, la más espesa nada sin tiempo)-en que en la cósmica plenitud de su reino, allá en lo más alto de los trece cielos donde moran, los Oxlahuntikú deliberaron. Hacía tiempo que pensaban crear el mundo y poner sobre aguas y tierras una criatura que les rindiera culto.

Ya habían pasado sus pleitos con los Bolontikú, los dueños del inframundo, el reino de la oscuridad, en cuyas más recónditas profundidades moraba Ah Puch, la deidad de la muerte, y donde gobernaban los malignos Vucub-Came y Hun-Came, a quienes los dioses creadores ya había derrotado.

Consideraron que ya era hora de crear el tiempo y el espacio, hacer los días y las noches, darle un orden a la masa informe del cosmos que bajo ellos miraban. Y que en su Creación debían existir seres animados e inanimados, incluida la criatura que debería velar porque ese nuevo orden se realizara en beneficio de toda su Creación, no como amo, sino como líder que la llevaría a la plenitud de la perfección.

Luego de dos intentos fallidos, durante los cuales hicieron todo lo animado y lo inanimado, los dioses creadores encontraron la materia prima adecuada y formaron al hombre. Lo formaron de la masa del maíz y le hicieron la encomienda de adorarlos y velar por el orden natural de las cosas y le dieron mujer para crecer y multiplicarse. Sobre el caos, ahora reinaba el orden: los bacabes sostenían las cuatro esquinas del mundo, en cuyo centro el ya’axché hundía sus raíces en el inframundo y alzaba sus frondas hasta los trece cielos de los Oxlahuntikú.

Todo parecía perfecto. Plantas, animales y hombre coexistían en armonía. Pero la criatura quiso ser como dios y en vez de conducir a la naturaleza en su ruta hacia el encuentro amoroso del final de los tiempos, como habían dispuesto los amos de los trece cielos, se erigió en señor y no sólo explotó a las demás criaturas, sino a sus iguales. Rompió el equilibro, guerreó con sus congéneres, comió, bebió y destruyó todo lo que le fue encomendado.

Los Oxlahuntikú no están contentos. Ya han comenzado a mandar señales de su enojo, pero los hombres no les hacemos caso. Vendrán por ello días aciagos y quizá un nuevo haiyococab (diluvio) nos borre de la faz de la tierra. Dicen los sabios mayas que aún es tiempo de rectificar, pero que no queda mucho. El dios Huracán (el que sólo tiene una pierna y sopla con fuerza destructora) es de los más enojados.

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