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La política, cuando se vuelve religión –o se mezcla con ella-, se torna explosiva y peligrosa, porque con frecuencia asume una de las caras menos amables (crueles inclusive) de la humanidad: la del fanatismo, y sus consecuencias son fatales al actuar de forma irracional. A veces, llega a sangrienta, porque los puros no pretenden el cambio de gobierno sino una conversión de los impuros que habitan el otro bando del espectro y a quienes, como redivivos apóstoles, les ofrecen redención de todas sus culpas si se acogen al seno del gran transformador místico.

Manuel Arias Maldonado (El Mundo, 13/01/2015) dice: “Sucede así en España, en fin, que los partidos que constituyen la oposición no se limitan a ejercer un contrapeso dialógico y crítico a la acción de gobierno, sino que suelen más bien recusar la legitimidad del mismo para cumplir su función. Esta recusación incluye la afirmación de que la acción legislativa del gobierno produce normas que no son desacertadas o defectuosas, sino directamente ilegítimas y, por tanto, antidemocráticas… Y de ahí su promesa habitual de derogar todo lo promulgado por el enemigo; práctica que sitúa el conflicto político en el callejón sin salida del juego de suma cero. No hay legítimos contendientes, sino ilegítimos usurpadores: como en la Europa contrarreformista. Y este belicismo discursivo convierte el estrato intermedio de la opinión pública en una reproducción a escala de la guerra religiosa. Se intercambian anatemas, no argumentos” (¿así o más claro?).

El luminoso historiador (de izquierda marxista por si sospechan de él algún entreguismo ideológico) Eric Hobsbawm, en su Historia del siglo XX 1914-1991 (Editorial Planeta, México 2014), hace una disección certera -me parece- de los movimientos políticos y sociales y las conflagraciones que sacudieron al mundo en el lapso señalado y refiere, cuando toca examinar la revolución de octubre (1918) en Rusia, que los mineros finlandeses en Estados Unidos, convertidos en masa al comunismo, decían que “en medio de un silencio místico, casi religioso, admirábamos todo lo que procedía de Rusia” y “la simple mención del nombre de Lenin hacía palpitar el corazón”. Ya se sabe el fin de la historia.

En Europa, las guerras de religión en Francia –entre católicos y hugonotes (calvinistas)- dejaron en el siglo XVI miles de muertos entre los herejes y sus familiares. La razón: haberse rebelado contra la ortodoxia religiosa. Tuvieron que huir por miles y refugiarse en otras naciones y en las colonias europeas. En Norteamérica su presencia fue definitiva en la formación de una nueva nación, hoy bajo control de un irreflexivo intolerante.

Lecciones de la historia, maestra de vida. ¿Haremos caso?

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