Recuerdos de mis maestros

A todos los buenos maestros, ¡felicidades! A los malos, que Dios les perdone. Yo no.

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No suelo escribir de maestros. Tengo experiencias poco gratas de la mayoría de quienes tuvieron la mala suerte de toparse conmigo en las aulas y sostengo la peregrina tesis de que la escuela es el cementerio de muchos genios (a unos les llaman rebeldes, a otros revoltosos; en mi caso, y no es que sea genio, le caía mal a los profesores porque me la pasaba preguntando –ya pintaba para chismoso profesional- y no hay nada que les choque más a algunos que un preguntón).

Hubo uno, en primaria, al que apodamos El sapo, a quien, si queríamos preguntarle algo después de salir de la escuela, lo teníamos que ir a ver a una cantina que estaba a la vuelta del plantel. Otro, ya en cursos más avanzados, vomitó varias veces mientras nos daba clases. Uno más hubo que retó a golpes a un compañero porque le demostró que un teorema que explicaba estaba mal. A alguno más lo engañé (para demostrarle su supina ignorancia en el tema), con la invención de un “filósofo australiano, Gordon Banks (portero de la selección inglesa de futbol campeona de 1966)” que sustentaba innovadora tesis de sociología (fruto de mi calenturienta imaginación) que era la materia que “enseñaba”. Y me puso un precioso 10. A esos los recuerdo porque me hicieron aborrecer el salón de clases.

Hay, sin embargo, algunos que fueron para mí luminosos guías. La primera, la madre Cruz, de parvulitos, a quien recuerdo desde el primer día, cuando me puso frente al pizarrón y para calmar mis lágrimas (mi fobia viene desde entonces) me hizo dibujos de patitos con gis amarillo. Luego estuvo el maestro Jesús Arzápalo, en segundo de primaria, enérgico pero gran pedagogo; más adelante, el abogado Carlos Cabrera Palma, quien me inculcó el amor al español; ya en Filosofía, los sacerdotes León Melancon y Pedro Gómez (uno aristotélico-tomista y el otro adicto al historicismo de Dilthey) y Jorge Ricalde. A éstos los recuerdo porque me inculcaron el amor a la ciencia y me enseñaron a pensar (cosa que no aprendí muy bien).

También están mis tíos Fina y Manuel, maestros cardenistas (rurales) que entregaron su vida en salones de bajarques en un pueblo remoto del Oriente.

A todos los buenos maestros, ¡felicidades! A los malos, que Dios les perdone. Yo no.

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