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Me gusta pensar que mis apellidos son un poco la historia de nuestro país: la unión entre las raíces españolas y mayas que terminó por crear algo peculiar, el sincretismo de varias culturas que es reflejado en sólo dos palabras. Creo que nunca me he sentido avergonzado de ellos, por lo menos no de manera consciente. Sin embargo, tengo la certeza de que en Yucatán, quienes portamos un apellido maya en algún momento nos hemos sentido agraviados o en desventaja con respecto a las personas cuyos apellidos no tienen origen indígena. Es decir, todos los que tenemos apellidos mayas hemos sufrido discriminación e incluso nosotros nos hemos discriminado. ¡Qué contradictorio resulta esto! Si vivimos en un país que desde el discurso oficial dice sentirse orgulloso de sus raíces indígenas; si cuando nombraron a Chichén Itzá Maravilla del Mundo Moderno todos los mexicanos nos pusimos bien “gallos” por portar sangre maya; si al visitar alguna zona arqueológica compartimos decenas de fotos demostrando lo “conectados” que estamos con nuestro “pasado”... pero no es así.

Debido a la gran cantidad de población maya que aquí se concentra, nuestro estado se mantiene entre los que mayores casos de discriminación contra grupos indígenas presentan. Según cifras de la Codhey, cerca del 70 por ciento de los yucatecos opina que aquí todavía se discrimina por cuestiones como el idioma, los apellidos o el aspecto físico. La discriminación va más allá de la violencia física o verbal; muchas veces se demuestra en actitudes casi invisibles en las que incluso las víctimas no están conscientes de que son vulnerables a malos tratos debido a su origen. ¿Cómo mejorar un país que no defiende los derechos de todos sus ciudadanos sin importar su raza, religión, sexo o condición económica? Eso es más que imposible. Nunca olvidemos: la discriminación es ante todo una de las formas más absurdas y lacerantes del odio humano.

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