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Cuando Luis Buñuel estrenó en 1950 su trascendental película Los Olvidados, tanto críticos como compañeros y público en general pidieron agresivamente que el cineasta español sea expulsado del país. Muchos aseguraron que la cinta reflejaba un México que no existía y que denigraba nuestra cultura ante los ojos del mundo. Y es que Los Olvidados es una película cruda (pero necesaria) que narra la historia de dos jóvenes criados en un barrio de la capital mexicana, en donde la pobreza, la miseria y las pasiones humanas conjugan la tragedia de ambos protagonistas: Pedro y el Jaibo.

Lo que muchos de los detractores de esta cinta ignoraban es que para realizarla Luis Buñuel recorrió como nadie las entrañas de aquella Ciudad de México que creció soñando con tocar las nubes, y en donde la clase media aspiraba a conquistar el mundo en las tiendas departamentales, aunque tenía como cine preferido las pintorescas películas de Pedro Infante, Jorge Negrete y la extensa lista de charros mexicanos.

Lógicamente, Buñuel nunca pensó en este sector como público de su película, y por eso recorrió con vehemencia las vecindades de la capital, las correccionales de menores, las calles más abandonadas y todos los lugares en donde suelen alojarse aquellos que son relegados, menospreciados y olvidados por las sociedades modernas. Aunque cabe destacar que la intención de Buñuel nunca fue hacer un trabajo antropológico sobre la pobreza mexicana, sino crear una introspección a los miedos y la maldad humana a través de la historia de unos muchachos.

Esta anécdota sobre Buñuel y su extraordinaria película me recuerda un poco a la ya permanente discusión entre los que han llegado a vivir a esta tierra y quienes se consideran yucatecos “de origen”. ¿Por qué la insistencia en denigrar a quienes llegan a este lugar con el único objetivo de crear, trabajar y convivir, solo porque en ocasiones no estamos dispuestos a observar la realidad? A veces los ojos del extranjero son los que mejor demuestran nuestros defectos.

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