Este fin de semana escuché contar anécdotas de las encuestas telefónicas, lo que me puso a pensar en el valor que realmente tendrán. El contexto era ideal para estar atenta a lo que decían, ya que era una reunión familiar llena de adultos mayores y una de las mujeres de la mesa, madre de cuatro y abuela de once, contaba que había respondido de acuerdo con su humor de esa mañana. De ahí se hilvanaron las historias una tras otra de lo incómodo que es dejar lo que sea que estés haciendo para responder el teléfono y toparte con una grabación que te pregunta sobre una decisión personal y secreta.

Una decisión que seguro llevas pensando en serio, por lo menos hace 40 días, no sólo porque quieras, sino porque parece que el entorno te obliga. Y no describo lo que escuchas o ves en redes sociales, sino que radio, prensa, televisión y tus amigos o conocidos te cuentan.

Lo que me ocupa de nuevo en pensar si es tan complicada (como todos dicen) la elección que haremos el próximo 1 de julio y además si aún no resolvemos quién será el personaje que cada uno piensa emplear para dirigir los rumbos del país, el estado o la ciudad, cómo es posible que demos credibilidad a encuestas que son respondidas por la simpatía o crueldad del momento que vive quien contesta el teléfono.

Me queda claro que son muy pocas las investigaciones que se hacen casa por casa, para conocer la opinión de las personas con respecto a un tema, ya que ese sistema ha quedado atrás por los costos que representa.

El real resultado de la encuesta lo veremos el domingo de la elección, cuando los ciudadanos responsables salgan a emitir su voto.

Yo mejor aprovecho que es lunes, que tengo una banda que sabe que sí votará, para reunirme y platicar de algún tema diferente que me haga sonreír. ¡Que sea feliz!