Como dicen que viajar y cambiar de lugar revitaliza la mente, este fin de semana me fui. Pretendía entender mis procesos y despejar ese espacio que a veces utilizo para pensar, con el propósito de obtener un descanso y aprovechar la invitación de mis padres para pasar tiempo juntos, todo por el mismo precio.

El resultado está en proceso, pero debo confesar varias cosas. La primera es que me fascina el camino. Ya sea que me inviten de piloto, copiloto o pasajero. La segunda es que conocer otro lugar siempre tiene la maravillosa ventaja de mostrarte una versión diferente de este mundo que alguna vez has querido encontrar de frente. La tercera es que la naturaleza me sobrepasa. Hacía mucho tiempo que no veía las estrellas en toda su inmensidad porque estamos rodeados de sitios donde la energía eléctrica, el alumbrado público o nuestras ciudades impiden que veamos el firmamento como es.

De ahí, todo lo que resulte es ganancia. Las flores acuáticas, el mar, las zonas arqueológicas, la conversación con quienes siempre compartes historias en momentos específicos, la risa de los que me han cuidado siempre, las nuevas caras, las personas diferentes que tratan de complacer, las casualidades que te roban un aliento, el trato amable de otros ciudadanos de este mundo, pero sobre todo el conocimiento de tus raíces, recordar de dónde vienes, en qué te pareces y te diferencias de los que, como tú, nacieron en este bendito planeta llamado Tierra.

Eso es lo que nos hace especiales. Tenemos una historia, valores, cosas increíbles, pero sobre todo la capacidad de asombro, que es algo que no quiero perder nunca.

Y aquí recuerdo una frase de otra viajera incansable, Flor Savone, quien siempre escribe: cuando no sepas a dónde ir... ¡Viaja!
Por eso yo aprovecho que es lunes, y que aún falta para la primavera a fin de buscar más cómplices para recorrer el mundo. ¡Que sea feliz!