Elegir empleados

El profundo desprecio con el que se hacen las referencias a los políticos por el hecho de ser empleados es impactante.

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De vez en cuando, alguna cámara empresarial, locutor o genio individual llega a la conclusión de que diputados, gobernadores y presidentes, siendo empleados públicos, tienen la obligación de obedecer a los ciudadanos, que son sus patrones. Lo que más me molesta de los groseros mensajes con los que pregonan su descubrimiento no es tanto lo que dicen de los electos como lo que revelan sobre lo que creen que debe ser un empleado.

El profundo desprecio con el que se hacen las referencias a los políticos por el hecho de ser empleados es impactante. Desde esa visión, los empleados son una suerte de siervos, obligados a la obediencia y la sumisión frente a la altanería, grosería y caprichos del amo. El íntimo desprecio con el que suele pronunciarse la palabra “empleado” trae consigo un inconfundible tufo medieval. La idea civilizada de que un empleado es una persona que vende algunas horas de su trabajo para realizar actividades específicas, y sin que eso disminuya ni su dignidad, ni su merecimiento de respeto, ni la coloque en una posición de subordinación general frente al patrón queda muy lejos de esa mentalidad.

Ahora bien, sin los agravantes humanos del desprecio a los empleados, lo de la concepción de los electos como subordinados no deja de ser problemática. La idea de que todo el que cobra del erario es automáticamente subordinado de cada mexicano es básicamente errada y disfuncional. Lo segundo no merece mayor argumento: no es posible obedecer las mil órdenes contradictorias de una multitud. Pero el yerro no se acaba ahí. La realidad es que las funciones de los electos, especialmente a cargos ejecutivos, no son las de un subordinado sino las de un jefe. Es decir, no votamos para ver a quién le encargamos el arreglo de la casa, manejar un autobús o llevar la contabilidad de un negocio, sino por personas con autoridad para realizar las funciones de conducción de distintos procesos. Tratando de traducir esto a las posiciones patronales, se trata de elegir, en el caso del presidente, no a un sujeto sobre el que cada uno mande, sino a un director general; alguien con capacidad de dar las órdenes y disponer sobre el conjunto de actividades de una gran empresa.

Es decir, en democracia no desaparece la autoridad pública sino que, a diferencia de una monarquía o una dictadura, esta capacidad, primero, está definida y limitada por la ley y, segundo, es designada por el conjunto de los ciudadanos. En consecuencia, la elección no se trata de contratar un empleado, sino de escoger a uno de nosotros a quien le daremos los máximos poderes que nuestras leyes permiten. Y en eso tenemos que pensar al marcar la boleta: ¿La dirigencia de quién de éstos estoy dispuesto a seguir? Más aún, ¿las órdenes de cuál, llegado el caso, estoy dispuesto a obedecer?

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