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Cuando por primera vez López Obrador alcanzó un lugar en la primera fila de la política nacional, al ocupar la presidencia del PRD, expresó por distintas vías, incluidas amplias entrevistas en la prensa nacional, su visión de los partidos políticos en el México por venir. Describía un sistema bipartidista de un partido de derecha, el PAN, y otro nacionalista y popular, un PRD fortalecido y mayoritario tras la derrota del neoliberalismo priista. Es decir, para el futuro aspiraba a regresar al pasado reciente, donde un nuevo partido reencarnara al buen PRI corrompido por Salinas. El propósito no ha cambiado.

La llegada a la presidencia de Andrés no significará que los espacios de poder vayan a ser ocupados por dirigentes de Morena. Esas posiciones, como las candidaturas, están reservadas muy prioritariamente para priistas vencidos en la elección de julio. Para el tabasqueño, no es Morena quien habrá ganado la elección, sino él en lo personal, y así dispondrá de los cargos.

Por otra parte, la catástrofe electoral que Peña ha garantizado al PRI generará masivas cantidades de políticos y funcionarios con precarias perspectivas políticas y económicas. Con distintos tiempos y condiciones, de forma general pero individualizada, sin incluir grandes acuerdos políticos, el nuevo presidente implementará una de las más eficaces técnicas del viejo sistema presidencialista: cooptar cuadros del adversario. Desde luego, no todos los priistas tendrán la misma relevancia para el nuevo poder. La principal corresponderá a los integrantes del Congreso, después podrían estar los de los estados donde, pese a la hecatombe, el PRI haya logrado mantener el gobierno y, finalmente, dirigentes, funcionarios e individuos en lo particular, dependiendo de su peso político o económico.

Con esta dinámica, el nuevo jefe del Ejecutivo buscará distintos logros. El primero, una coalición o directamente fusión partidista que, teniendo como principal nuevo integrante al priismo redimido, le asegure mayoría en el Congreso, de ser posible la suficiente para reformar la Constitución. En el proceso se irían logrando otros objetivos, destacadamente reparar los despropósitos de 1987 de Cárdenas y Muñoz Ledo, cuando rompieron al buen PRI y, por este camino, materializar la reconstrucción del ogro filantrópico, el Estado autoritario, preferentemente autocrático, tan paternalmente bondadoso con el pueblo como intolerante con la disidencia.

El principal impedimento para que este proyecto se concrete es que los priistas excluidos electoralmente del poder se nieguen a regresar a él de la mano del nuevo presidente de la República. Andrés tiene pues prácticamente ganada la partida.

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