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López Obrador obtuvo una mayoría absoluta de votos que hace pocos meses casi nadie esperaba. Ningún presidente había logrado esa condición desde 1982, cuando en las tradicionales elecciones orgánicas Miguel de La Madrid obtuvo el 74% de los sufragios. Seis años después, el más grande fraude electoral del México contemporáneo llevó a Carlos Salinas de Gortari a la silla presidencial; sin embargo, no alcanzó el 50% de los votos. Para disimular el hecho, la Comisión Electoral, presidida por Manuel Bartlett, maquilló las cifras, descontando los votos nulos y aparentando así una votación oficial mayoritaria para el abanderado de su partido. Pero el tabasqueño no sólo logró una votación récord, sino que impulsó la elección de legisladores de la coalición que lo postuló al grado de obtener mayoría absoluta en dieciocho legislaturas locales y en las dos cámaras del Congreso de la Unión. Tendrá en consecuencia condiciones y libertades para gobernar que no tuvieron sus cuatro antecesores. La disfuncionalidad del sistema político mexicano, sin embargo, no está resuelta.

La mayoría legislativa de la coalición lopezobradorista obedece, en primerísimo lugar, a la popularidad atípica del expresidente del PRD. Si dicha popularidad decayera en la elección de 2021, en la que además no será candidato, nada puede garantizar que esa mayoría se conserve. De igual forma, en elecciones presidenciales posteriores, salvo que se aprobara la reelección, el candidato sería otra persona, que no contaría con doce años previos de campaña presidencial, y que muy probablemente saldría de algún espacio de gobierno, con cierto nivel de desgaste político, por lo que difícilmente podría aspirar a una votación comparable con la de este año. Baste como ejemplo que la mayoría de los gobernadores que resultaron electos el 1 de julio no tendrán ni mayoría legislativa ni mayoría social, y enfrentarán los consecuentes problemas de gobernabilidad. En todo caso, no resulta conveniente depositar la funcionalidad del gobierno en los azares de los resultados electorales.
La mejor alternativa democrática a este problema estructural es, en mi opinión, cambiar definitivamente el sistema presidencial por uno parlamentario. En éstos, la cabeza del gobierno la eligen los diputados, de forma tal que si un candidato no logra la mayoría de ellos, se ve forzado a pactar -a cambio de puntos programáticos y posiciones de gobierno- con otras fuerzas parlamentarias, hasta lograrla. Queda garantizada así la coordinación entre el ejecutivo y el legislativo y, en principio, el respaldo también de una mayoría social.

México es un país diverso y plural, nuestro sistema político debe articular estas condiciones con la democracia y la gobernabilidad. Urge superar el arcaico sistema vigente.

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