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Esta semana, el Tribunal Electoral decidió inscribir a El Bronco en la boleta de la elección presidencial. La resolución es alarmante, pues las ilegalidades en la recolección de firmas del gobernador con licencia fueron amplísimas y diversas, de acuerdo con el INE. El neoleonés presentó más de un cuarto de millón de firmas duplicadas y miles correspondientes a fallecidos; sin embargo, la autoridad electoral no le negó el registro por las acciones ilegales, sino porque una vez descontadas las firmas inválidas el aspirante no alcanzó el mínimo exigido. El tribunal argumenta que al ahora candidato no se le concedió el derecho de audiencia durante el proceso de verificación de las firmas. De acuerdo con el Instituto Nacional Electoral, esto es falso, pues durante ese período se realizaron doce reuniones al respecto con representantes del interesado. Con estos hechos en la mesa resulta increíble que el tribunal ni siquiera ordenara a la autoridad electoral una nueva revisión y conceder el derecho a audiencia referido, sino que directamente ordenó registrarlo como candidato independiente. Pero la lamentable resolución judicial no es un hecho aislado ni es del todo contradictoria con la conducta de otras instancias electorales, incluido el propio INE.

La sociedad mexicana, incluidos políticos y medios, sostiene la concepción de que las leyes son de obedecerse, salvo que haya alguna razón para no hacerlo. Así, los partidarios de Anaya reclaman hoy que no se le debe perseguir sólo por haber realizado operaciones financieras ilegales, como los de López Obrador ayer exigían que no se le desaforara sólo por haberse negado a obedecer una sentencia judicial. Ya para entonces, los milmillonarios delitos de las campañas de Fox y Labastida en 2000 habían tenido como única consecuencia una multa. En el proceso electoral en curso, bajo argumentos notoriamente frívolos, el INE admitió las ilegales candidaturas al Senado de Miguel Ángel Mancera, Olga Sánchez Cordero y Napoleón Gómez Urrutia. Los casos semejantes son numerosísimos.

En términos generales, las distintas instancias electorales se resisten a aplicar la Ley cuando esto pueda lastimar a algún contendiente. Esa resistencia crece en función del tamaño político de los implicados y de la cercanía de quienes deciden con los partidos que les dieron el cargo. Esta dinámica perversa, más allá de las ilegalidades específicas que permite y de las víctimas que de ello resultan, tiene, para efectos de la elección de julio, un impacto general mucho más grave.

Si la elección presidencial no se resuelve por un amplio margen de ventaja para el vencedor, el juez que tendrá el encargo de resolver el conflicto en última instancia carece de legitimidad institucional.

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