"El voto como responsabilidad"

El poderoso voto se vuelve así un arma de fuego en manos de ebrios.

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La gran paradoja democrática de México -que el voto popular sea más poderoso y al tiempo más despreciado que nunca- sólo se puede entender por el profundo analfabetismo ciudadano de la gran mayoría de los electores. En el priato, se construyó una ciudadanía pasiva, para la que el poder era cosa de otros, que la privaban de capacidad de decisión pero también la relevaban de responsabilidad. El tránsito a la actual etapa de elecciones competidas cambió, desde luego, esa premisa básica de la vinculación entre sociedad civil y Estado. Lejos del autoritarismo de las casi unanimidades, la actual pluralidad en efecto recurre sistemáticamente, en cada elección, a decenas de millones de electores que con su sufragio deciden a quién entregar el ejercicio del poder público. Es decir, el pueblo mexicano podrá no tener el gobierno que se merece, yo creo que sí, pero sin lugar a dudas tiene el que elige. Este hecho es asumido incluso por las figuras en apariencia más antisistémicas, como Andrés López, que pese a sus reclamos mantiene su disputa por el poder dentro de los márgenes del sistema electoral. En un sentido más amplio, no existe hoy una fuerza social significativa y consistente, no digamos organizada, que reclame la ruptura de ese sistema o canalice su lucha por el poder fuera de los espacios de la democracia formal. Incluso los zapatistas, que irrumpieron en la vida pública declarándole la guerra armada al gobierno, hoy postulan candidata en la elección presidencial. Sin embargo, el grueso de los votantes, esos que cada tres o seis años entregan el poder a uno u otro político, se desconocen en su creatura.

Parte de esta enajenación es resultado lógico, aunque indebido, de un sistema electoral que, como producto principal de su obsolescencia, genera gobiernos y congresos de minoría. De esta forma, una mayoría de electores ve en espacios públicos a personajes por los que mayoritariamente se votó en contra. Sin embargo, este primer efecto se profundiza toda vez que el ciudadano rara vez reconoce en esos personajes a quienes obtuvieron mayor apoyo popular que aquellos por los que sí voto. Es decir, el elector acepta acudir al juego con la esperanza de ganar en minoría, pero, al no ganar, no reconoce en el electo el mayor voto de otra minoría que sí logró ganar. Quien vota, no suele asumir que su legítima intención de llevar a un candidato al poder tiene como contraparte la obligación de aceptar también como legítimo a quien gana en el mismo juego. Quien vota constituye gobierno, pero no acepta que es parte de la entrega social del poder al ganador. Peor aún, cuando su ganador no satisface los reclamos públicos, no encuentra en su voto la responsabilidad de haberlo hecho gobernante.

El poderoso voto se vuelve así un arma de fuego en manos de ebrios.

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