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Un año ya, un día que quedó marcado en mi ser. El día que se detonaron mis ataques de ansiedad y me llevó meses superar. Estaba ensayando cuando la alarma sísmica me hizo bajar corriendo la escalera, dejé la bolsa y el celular, solo pensé en ponerme a salvo. La tierra temblaba y su movimiento parecía no tener fin. Recuerdo balcones caídos, olor a gas, un hospital evacuado, enfermeras con recién nacidos en los brazos, enfermos en sillas de ruedas y con el suero en alto, sostenido por la mano amorosa de algún transeúnte. “Ayudar”, la palabra más importante en medio de la desgracia.

No escuchaba el celular, cuando al fin pude hacerlo tenía varias llamadas perdidas de un amigo del que me distancié hace tiempo. En su desesperación me mandó un mensaje: “Conchi, contéstame por favor, ya sé que estás enojada pero tengo miedo de que te haya pasado algo, necesito saber si estás bien. Te quiero”. Le devolví la llamada y lloramos juntos: “Me asusté mucho cuando no me contestaste, pensé que te había pasado algo”. Retomamos la amistad suspendida, en medio de la destrucción es difícil seguir enojados con quien nos ama de verdad.

Después del temblor me la pasé sentada en un sofá, presa de la depresión, apenas con ánimo de ayudar virtualmente. La presencia de mi amigo Pepe Molina me sacó del miedo, me llevó a comer y a ayudar en lo que fuera posible. Esa salida lo cambió todo, es curioso porque Pepe fue mi alumno y ese día me enseñó el valor de un buen amigo.

Un edificio en Álvaro Obregón se cayó completo, siempre que paso por ahí lo miro; es una herida abierta en esta ciudad, como muchas otras heridas en otras calles. El otro día miraba los edificios abandonados en la Condesa, todos con cuarteaduras graves, de pronto en el 4º piso de un edificio completamente ladeado se encendió una luz. Pensé: ¡Alguien sigue viviendo ahí, a pesar del riesgo! Qué necio, qué suicida. Pero en medio de los edificios abandonados y a oscuras, pensé también que esa luz podía significar esperanza; como si de las cuarteaduras pudieran salir nuevas plantas que nos llenen de oxígeno, como si la destrucción también pudiera rehacer amigos suspendidos en los defectos de carácter. Hoy a un año del temblor sé que es un buen día para recordar el privilegio de estar vivos y lo poco o mucho que nuestras vidas pueden aportar a los otros. Agradezco la oportunidad, respiro, escribo y sonrío.

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