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Los extremos se tocan, pero, en el ínter, se suceden momentos de transición, y el gusto por ciertas cosas, con una dosis de pasión, propicia establecer posiciones de aprobación o descalificación.

Avelina Lésper, en su conferencia en la Feria Internacional de la Lectura Yucatán 2018 (Filey), habló claro y con voz fuerte respecto a la degradación del arte visual, refiriéndose a una cierta pintura abstracta y sobre todo a las instalaciones, cuando las calificó de algo que en literatura se les llama bodrios. Se refirió concretamente a obras que han sido creadas para llamar la atención del público poco conocedor y comercializarlas a precios que son una “obra de arte” para galeristas y especuladores de la mercadotecnia mentirosa. Y aclaro mentirosa, porque la señora Lésper también es un producto de la mercadotecnia. Estableció bien la diferencia entre habilidad y talento, refiriéndose a artistas hábiles, que producen obras con un alto valor comercial, pero sin contenido.

La forma y el contenido presentes en dosis desbordantes en las obras de los grandes maestros están escasamente presentes en el arte figurativo que actualmente presentan galerías de renombre, las cuales inflan obras para obtener ganancias millonarias.

Claramente establece la distancia que se observa en la obra de un artista que recorrió conveniente y necesariamente el camino para llegar a crear obras de alto valor en forma y contenido, y la de un seudo creador de obras con impactante presencia en su forma, pero carentes de contenido, especialmente en las instalaciones grotescas y/o tremendistas que ni siquiera evocan situaciones desagradables, simplemente sólo son cosas absurdas que han sido producidas para confundir y lograr precios de venta estratosféricos.

Un pintor que no sabe dibujar o un instalador que no sabe construir son como un orador con problemas de dislexia. A veces un pedestal sin obra o un largo silencio en la oratoria pueden decir más que el pedestal con un carro aplastado por una roca o una consonancia del poeta del crucero.

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