El columpio

Elia se volvió parte de la promesa del pago. Un trueque de unos meses que se volverían años...

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Elia no vio más allá del muro que rodeaba la casa en un largo tiempo. Desde afuera sólo se alcanzaban a ver las ramas de un nogal del que colgaba un columpio. No era más que una vieja llanta atada a unas cuerdas. Ahí se columpiaba Elia casi siempre en las mañanas, cada vez que recordaba la cara decidida de la abuela. Ni un solo gesto de inseguridad, ningún titubeo. Todavía sentía el apretón en la muñeca izquierda, soportaba el dolor causado por las manos que la ofrecieron al sombrero de Panamá. Apodo con el que pensó familiarizar al desconocido después de un mes viviendo juntos.

A veces había dudado del afecto de su abuela. Si por casualidad coincidían en la cocina, Elia sopesaba el rencor en las palabras que le eran dichas. “Aún no olvida que mi madre –la hija de esa anciana tan ajena– sucumbió con mi primer grito de nacida”.

Antes de la partida de Elia, debajo del sombrero de Panamá salieron variedad de exigencias por la tierra de los abuelos. Hectáreas que podían liquidar las razones de tenerlo allí. Aunque llovía, el abuelo salió a responderle: ¡Vete! ¡Aquí no hay nada que recoger! ¡Lo sabes bien!

Entonces el extraño alzó bruscamente al anciano de la camisa y le dijo: ¡Quiero lo que me pertenece! ¡Pague la deuda! “No hay nada”, respondió el abuelo esta vez suplicante. Pero el hombre no se iría solo ese día. Irse sin nada era inaceptable.

Elia se volvió parte de la promesa del pago. Un trueque de unos meses que se volverían años, hasta que finalmente dejara de esperar el dinero. En unos días cumpliría catorce años. Era presa de los desaciertos de generaciones pasadas. Se columpiaba mientras pensaba todo esto.

El trato que le daba el sombrero de Panamá era bueno, aun mejor que el de la familia. Pero la comodidad de la cama donde dormía, la variedad de comidas que le eran servidas y las clases particulares eran nada comparadas con su libertad.

No lo sabría hasta que fuera mayor, pero al poco tiempo de su ida los abuelos fallecieron. Uno de los hijos se adueñó el terreno y lo vendió sin preguntar a los demás hermanos.
El columpio en el nogal no dejaría de moverse durante varios cumpleaños.

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