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Si la literatura fuera una adicción las minificciones serían pequeños pinchazos de mundo. De ahí la importancia de los títulos, que deben ser, como bien señala Oscar de la Borbolla, a manera de epitafios. La narrativa breve tiene algo que hipnotiza, algo que domestica a nuestros ojos. La brevedad no es solamente hechizo, es animal, es cavernícola, es entraña y fósil.

De la minificción se ha dicho durante las últimas décadas que resulta inclasificable, literatura menor, producto de una excéntrica posmodernidad. Esto claro lo aseguran algunos académicos, que, dicho sea de paso, se atemorizan ante las formas fantasmagóricas, estructuras no convencionales. Pero sabemos que éste es un género que se ha ido cultivando por escritores pilares de la literatura universal. Y sabemos también que ha sido Latinoamérica el campo más fértil en donde se ha cosechado.

Los libros en los que habitan estas criaturas del lenguaje son descendientes de un linaje que se remonta al siglo XVI en oriente, con los Haikús del escritor japonés Matsuo Basho, que se dio a la tarea de escribir poemas en forma de oruga con la sorpresa de que, al final del tercer verso, habían completado su proceso de metamorfosis. También tienen parentesco con las elocuentes greguerías del escritor madrileño Ramón Gómez de la Serna, quien repitió hasta el cansancio que “aburrirse es besar a la muerte”.

No hay límites para las adicciones literarias, porque cuando parece que se ha llegado al abismo y entramos a las fauces del vacío, continuamos dando ese paso al igual que los locos erasmianos –diría Cortázar- y no cedemos, a pesar de sentir que se han estirado todas y cada una de las palabras y la ortografía se contrae como un músculo, y la sintaxis se convierte en una casita y el lenguaje mismo parece que se ha agotado en un cardiaco, arrítmico silencio. Después de todo la literatura, por lo menos la que vale la pena, no acaba nunca. Hay libros que echan raíces y crecen para arriba. No es casualidad que la forma de un punto se parezca tanto a una semilla.

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