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Una de las grandes ventajas que tiene la infancia es que uno no es consciente de la muerte. Alrededor mueren los árboles, los amores y la familia, pero de niños no somos capaces de comprender y por lo tanto no tenemos la responsabilidad de asumir el duelo.

Es hasta años después, durante la adolescencia, cuando comenzamos a entendernos como seres mortales. A partir de ahí, cada uno de nosotros cargará con una piedra que en ocasiones nos atormenta: las permanentes dudas sobre la muerte y lo que nos espera cuando partamos.

Comparto una memoria: a finales de un octubre de mi adolescencia padecí dengue hemorrágico. Esta no es una enfermedad mortal, sin embargo, cuando no es tratada correctamente puede presentar complicaciones, por lo que los pacientes comúnmente son internados mientras se desarrolla el virus. Ese fue mi caso, dormí cerca de una semana en el hospital.

A falta de habitaciones, los menos graves éramos acomodados en los pasillos y ahí pasábamos las horas esperando absolutamente nada. Nuestro escape consistía en platicar con los otros enfermos e imaginar nuestra salud.

Pero nunca voy a olvidar una madrugada en especial. Serían las dos o tres de la mañana cuando una discusión entre dos enfermeras me despertó. Ambas se echaban la culpa por una supuesta inyección que habría agravado la salud de un paciente. Lucían desesperadas e incluso lloraban, sin embargo, no podía comprender cuál era la trascendencia real del problema.

Después dos enfermeros retiraron una camilla sobre la cual había un bulto envuelto. Era una de las pacientes del pasillo. Aquella noche mucho más recuperada que los días previos.

La señora partió de este lugar quizá sin esperarlo, y juro que nadie imaginó su muerte. Entonces tuve mucho miedo porque fui totalmente consciente de nuestra frágil permanencia en el mundo.
Días después recuperé la salud y me dieron de alta.

Eran las fechas de muertos, aquellas en las que todo es fiesta, recuerdo y color. Pude comer pib y pan de muerto, estar con mi familia, sin embargo, ya nada fue igual.

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