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El día de la visita al cementerio es otro momento que guardo cual atesorado recuerdo; muy temprano y después de tomar un par de huevos abotonados con su pisca de pimienta y sal, mi abuelo y yo nos disponíamos a visitar la tumba de la abuela y limpiarla de la habitual hierba crecida alrededor.

Antes de salir a nuestro destino, mi mamá ya tenía listo el sabucán lleno de dulces conchas de natas, agua, jugosas naranjas y mandarinas y un termo con hirviente chocolate batido.

No podía faltar el cuaderno atestado de poemas y amorosos versos que el abuelo a diario escribía a su eterna e inolvidable novia dormida ya en el sueño remoto de los rincones celestiales. Por eso en líneas anteriores hablaba de esas sus grandes lecciones de amor demostradas con tanto frenesí a través de los años transcurridos a partir del deceso de la abuela aquel triste noviembre de 1953.

El camposanto lucía abarrotado; decenas de gentes iban y venían con cubetas y rústicas escobas unas, otras con coronas y ramos de muy variadas flores, en su mayoría naturales y todas de exquisitas fragancias que se iban tendiendo sobre las lápidas y daban al sagrado espacio un singular y colorido ambiente.

El abuelo abría la silla de plegar y ahí sentado permanecía junto a la tumba de su Rita amada escribiendo nuevos y sentidos versos y leyendo aquellos que días antes le había dedicado para tan especial ocasión.

Y así transcurrían las horas hasta caer la tarde en ese día de prolongadas y solemnes evocaciones, mientras un travieso nieto saboreaba la última, jugosa mandarina de un repleto sabucán colmado de bellos recuerdos que, junto al abuelo Jacinto, fueron recorridos a lo largo de muchos años más con el siempre extraño y evocador aroma de esas, para mí, muy hermosas flores de papel.

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