La semana pasada abordamos el tema de juventud progresista, que utiliza la modernidad para su propio disfrute aunado al egocentrismo, la cual diferenciamos de la generación milenial justificando que ésta, inconscientemente, busca generar un cambio, el cual puede ser positivo o negativo, según la visión de cada uno ante la vida, iniciada desde la familia.

Ambos tienen una actitud cegada a la opinión de sus mayores, nos guiamos como la generación que nació en cuna de oro en un planeta en bienestar social, económico y tecnológico (los 90), insistimos en que la degeneración del mundo se debe a la ignorancia de las nuevas generaciones y la incompetencia de las anteriores por mantener lo que una vez se tuvo, inclusive los ídolos juveniles son de nuestra edad o mucho mayor que la de nuestros padres.

Es esta actitud la que nos hace valientes y capaces; criticamos, pues sabemos que la evolución nos tiene que hacer mejorar y que todo pensamiento del pasado es retrógrada. Y no estamos tan equivocados: todo cambia, el problema es que en ese cambio se está olvidando el equilibrio llamado valores humanos, aquello que jamás pasará de moda; el arma más poderosa que se está olvidando dentro del mismo egocentrismo progresista. El joven es crítico y valiente, pero deja de lado la magia: el respeto y la tolerancia.

Me queda la ilusión de que al crecer seamos diferentes, que exijamos poniendo de nuestra parte, que los cambios que buscamos trasciendan, que las ganas de hacer algo no se queden en Facebook y que la generación pasada comprenda que ésta es una nueva era en la cual tienen que participar para impedir que esta y las próximas generaciones pierdan lo que ellos tanto protegieron: el amor impregnado de perseverancia.