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Se iniciaba la década, era el 30 de diciembre de 1980 cuando el periodista español José Antonio Gurriarán fue una de las víctimas de un atentado terrorista en la Plaza España de Madrid; al salir del edificio de un periódico se detuvo para hablar a su esposa por teléfono, ya que quería ir al cine a ver la más reciente película de Woody Allen. Al terminar la llamada explotaron dos bombas en las oficinas de dos aerolíneas cercanas; Gurriarán fue uno de los 9 heridos en el atentado; con las piernas destrozadas y a punto de perderlas tuvo que padecer el martirio de siete operaciones reconstructivas y tras cinco meses condenado a una silla de ruedas fue recuperando poco a poco el movimiento de las extremidades, aunque nunca como antes.

Empeñado en entrevistar a los terroristas, logró hablar con ellos en 1982; los autores del atentado eran del Ejército Secreto para la Liberación de Armenia. Después de arduo trabajo, Gurriarán se sentó frente a quienes habían puesto las bombas; durante la entrevista, en la que el periodista intentó sacar a flote las razones profundas del atentado en el que habían sido víctimas personas que nada tenían que ver con el origen y evolución del conflicto, uno de los terroristas le dijo: “Su visita me ha dejado muy mal, no he podido dormir durante la noche, me siento mal, es muy duro, si usted nos odiara sería más fácil, así es terrible”. Al retirarse el periodista les dejó a los terroristas un libro del pacifista Martin Luther King.

Bien había comprendido Gurriarán que sus armas más poderosas contra los terroristas eran la paz y el perdón. Aun en las grandes religiones como el judaísmo y cristianismo hubo momentos de “ojo por ojo y diente por diente”, situación que el cristianismo vino a superar con el “ama a tus enemigos y bendice a quienes te maldicen”. Nada de esto podría darse desde la perspectiva cristiana si no se hacía efectivo: “Perdónanos como también nosotros perdonamos”. Construir la paz no puede estar separado de otorgar el perdón, una paz sin perdón siempre será una paz huérfana, este perdón es necesario tanto para el ofensor como para el ofendido, si es que se espera que la vida continúe con bien.

Perdonar o amar al enemigo no es pretender que tengas un sentimiento de afecto o de cariño para aquel que te ofendió, es más bien tener siempre el legítimo y sincero deseo de que el otro esté bien, su alma esté en paz, su vida sea productiva, viva en un ambiente que le permita desarrollar todas sus capacidades como ser humano; perdonar no es sentir bonito al ver al otro, en poco tiene que ver con el sentimiento y en mucho tiene que ver con la actitud y los actos; perdonar es un hecho activo que genera en nosotros una conducta que produce bien para el otro. Dicho de otra forma: “Obras son amores y no buenas razones”; perdonar no es sentir bello, ya que, como el máximo perdonador dijo: “Por sus obras los conoceréis”.

La fuerza transformadora del perdón es hacer lo malo bueno, es tener el valor de tomar en nuestras manos la responsabilidad de cortar la cadena de injusticias y rencores. Alguien tiene que cortarla y nadie la corta mejor que el que perdona y permite al otro la oportunidad de crecer como ser humano. El perdón también nos libera a nosotros mismos; nadie crece enroscado en el rencor y el odio. Liberados de esas cadenas, es entonces cuando seremos realmente libres para ser felices y crecer. Empeñarse en no perdonar es tragar veneno esperando que al otro le haga mal.

Perdonar no es fácil, no sólo es decidirlo, es llorarlo, sufrirlo, desgarrar la entraña y quitar toda aquella pudrición que impide que la herida cicatrice; esta vida es bella pero no porque sea fácil. Perdonar es curtir el carácter, perdonar es para hombres y mujeres cabales, porque si amas sólo a los que te aman ¿qué tiene eso de especial? Es más fácil rendirse ante la ofensa y odiar, por eso perdonar señala un alto grado de evolución humana.

Finalmente el perdón nos hermana como seres humanos falibles que algunas veces perdonaremos y muchas otras seremos perdonados. Es el perdón la mejor respuesta ante la falibilidad del género humano, perdonar y perdonarnos y seguir entre todos construyéndonos como seres humanos, por ello el perdón es sin duda uno de los mayores actos de evolución de la humanidad.

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