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En torno al Cerro de la Cruz de Zacatecas hay un relato que recopilaron Tere Remolina, Becky Rubinstein e Isabel Suárez. Después de la conquista de México vinieron a este estado muchos españoles atraídos por las productivas minas de metales preciosos. Entre ellos, llegó un joven fuerte y apuesto llamado Antonio Oliva. A diferencia de sus compatriotas, decidió buscar fortuna solo, pues era muy ambicioso.

Pasó algún tiempo y no logró su objetivo. Se acercó a los indígenas y, para sobrevivir, empezó a curar a la gente con los conocimientos que tenía de las hierbas. Su éxito era limitado, pues no sabía mucho de las plantas locales. Se hizo amigo de un brujo indígena y éste le reveló que, en la cueva del Cerro de la Cruz, por las noches aparecía un espíritu maligno en forma de mula prieta y muy brava, pero quien la domara tendría grandes conocimientos curativos.

Antonio pensó que con su fuerza podría domar a la mula prieta, así que decidió intentar la hazaña con tal de hacerse rico. Cierta noche, subió al cerro y encontró la gruta. De pronto, apareció la bestia y el joven la montó con gran arrojo. El diabólico animal salió de la cavidad corriendo y dando brincos por la falda del cerro. Antonio, sintiéndose desfallecer, recordó a su madre y dijo: “¡Ave María Purísima, ayúdame!”. En este mismo instante la mula se detuvo.

Al recuperarse del susto, el joven se halló sentado, ya no en el lomo de la mula, sino en un negro peñasco del que bajó con dificultad. Dio gracias a la virgen que lo salvó de morir. El peñasco aún existe y con un poco de imaginación se pueden ver las formas toscas de la mula. Nadie volvió a ver al diabólico animal.

Antonio se convirtió en ermitaño. Ocupó la misma cueva donde habitó la mula. Todos los días bajaba para curar a los pobres con hierbas y pronunciando el “¡Ave María Purísima!”.

Fue conocido como Papá Antonio, usaba barba blanca y quedó muy delgado por los frecuentes ayunos. Vivió muchos años en la cueva hasta que Dios lo llamó a su reino.

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