"La otra noche de los mayas"

Los juegos pirotécnicos, la música y la algarabía general contribuyeron a ocultar por varias horas el baño de sangre que ya sucedía en distintos puntos de la geografía peninsular.

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Toda la conspiración comenzó como un rumor. Cuchicheos aquí y allá, en las cocinas de los hoteles de la Riviera Maya, junto a los trompos de pastor de las taquerías, en las inmediaciones de la Plaza Grande de Mérida y detrás de los mostradores de las tiendas de conveniencia del sureste mexicano. Así, a la vista de todos.

Pero nadie entendía lo que se estaba fraguando. Grupos de dos o tres comentaban por lo bajo en su lengua materna, el maya, sin que supiéramos qué tanto decían o de qué se reían. Algunos cuantos sólo podíamos especular basándonos en sus miradas de odio, que el rencor de la herida histórica generada por la vieja Guerra de Castas aún no había terminado.

Al contrario, la antigua afrenta aún supuraba venganza, y sólo el caluroso viento del Mayab prestaba oídos a lo que los dioses ancestrales siempre supieron: que ningún yugo económico, ninguna pesada bota podría seguir sojuzgando a los auténticos herederos de las tierras que habitábamos los invasores.

Y así, después de tantos años, los fieros hijos de los últimos Cruzoob encabezaron la rebelión. Para ello, eligieron el simbólico 16 de septiembre, pues creían que la independencia centralista era una buena excusa para que ellos también proclamaran su libertad. Mientras la élite blanca celebraba a la patria obnubilando sus sentidos en una orgía sin fin, ellos se reunieron ante la insigne estatua de Jacinto Uc de los Santos en las primeras horas de la madrugada.

Como primer acto de sublevamiento, derribaron aquel horrible monumento que no los representaba. Primero por la memoria de Canek, luego por ellos mismos: nunca más se verían de rodillas en una discriminadora posición simiesca. Esta vez no venían armados con lanzas y machetes. Las remesas de sus parientes en el vecino país del norte habían sido suficientes para comprar armas de alto calibre.

Las demás serían proporcionadas por tantos agentes policiales, miembros del ejército y guardias privados que, puestos sobre aviso, esperaban la señal para marchar hacia el centro histórico. Los pocos que se percataron de este movimiento se apartaban despavoridos ante las sombras que proyectaban el orgulloso perfil de la serpiente que muchos ostentaban en su faz.

Los juegos pirotécnicos, la música y la algarabía general contribuyeron a ocultar por varias horas el baño de sangre que ya sucedía en distintos puntos de la geografía peninsular. Al amanecer del día siguiente, la plaza estaba tomada.

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