Sobre el acto de viajar en tren

Todavía recuerdo la primera vez que viajé en tren...

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Todavía recuerdo la primera vez que viajé en tren. Si mi memoria no me falla, fue a principios de los noventa, cuando aún operaba la línea ferroviaria en el tramo Mérida-Progreso. Ignoro la razón de que mi familia haya decidido una forma tan anacrónica para hacer la ruta que tantas veces habíamos hecho en auto. Supongo que, próxima a cerrarse la estación, decidieron llevarnos a conocer el tren para experimentar, aunque fuera por mera curiosidad y por última vez, la aventura de avanzar a toda máquina sobre las rieles que parecían converger en el horizonte, sin nunca llegar a tocarse.

No sería sino hasta años después que experimentaría una sensación similar viajando en el tren ligero de la Ciudad de México, o en aquel tren antiguamente minero que ahora sirve para hacer turismo en el norte del país. También el famoso tren que parte de Guadalajara hacia Tequila, Jalisco, donde te atiborran de bebidas suficientes para hacerte caer del vagón.

Pero todos esos caminos explotan más la nostalgia de viajar a la antigua, sin que realmente importe cómo o hacia dónde. Y es que si bien en México usar el ferrocarril es algo atípico, en ciudades al otro lado del Atlántico es cosa de todos los días. Ahí se viaja a 300 km por hora, en asientos cómodos y reclinables, en vagones con baño y dos pisos, con wifi y servicio de bar a bordo.

Mas sin importar los nuevos modos de moverse en tren, hay algo que no ha cambiado: la posibilidad de sentarse y mirar el mundo a través de una ventana, pues, a diferencia de las rutas automovilísticas, los trenes se mueven por senderos que ofrecen algunos de los paisajes más hermosos del mundo, ya sea de la campiña francesa, los nevados Alpes suizos o de los tantos pueblos detenidos en el tiempo que pueden encontrarse tanto en Alemania como en Italia.

Estas fugaces visiones que se suceden una tras otra no son menos que inspiradoras. No es casualidad que en el terreno de la ficción existan trenes o viajes inolvidables, como el Expreso de Oriente de Agatha Christie, o aquel del Ulises Criollo, donde, de manera autobiográfica, Vasconcelos nos describió la geografía del país que visitó y conoció a cabalidad. Sea como sea, mientras escribo estas líneas y miro por la ventana cómo caen los copos de nieve, no puedo evitar preguntarme: ¿qué estación seguirá en la ruta de la vida?

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