Sobre la bibliofilia (II)

El verdadero bibliófilo no teme ensuciarse las manos durante la consecución de sus obsesiones.

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Otras de las cuestiones que bien podrían definir a un bibliófilo, más allá de su interés por el coleccionismo, es el hecho de que en verdad ama los libros. No basta con leerlos o poseerlos, el bibliófilo les prodiga cariño y cuidados a estos aparentemente inertes objetos. Para nadie es un secreto que los libros deben de ser desempolvados de vez en cuando, y pasarle un trapo encima a esas coloridas portadas, a esos lomos de títulos tan disímiles, es uno de los grandes placeres del amante de los libros.

Y es que el verdadero bibliófilo no teme ensuciarse las manos durante la consecución de sus obsesiones. Esto incluye desde llenarse de polvo los dedos durante la exhaustiva búsqueda de ejemplares casi inconseguibles en viejas librerías de segunda, tercera o cuarta mano, hasta el acto de restaurar los libros dañados que haya conseguido durante sus pesquisas. Mientras que algunos prefieren encuadernarlos a su gusto, otros intentan preservarlos en el estado más próximo al original, de ser posible, mediante el uso de pegamento, silicón, papel, cinta adhesiva y cartón de uso doméstico. Desde luego, forrarlos o embolsarlos para su mayor protección con vías de legarlos a la posteridad no queda excluido.

Uno de los mayores placeres para el bibliófilo que ha dedicado tiempo y recursos económicos a una afición que roza peligrosamente la enfermedad es el hecho de poder admirar su amplia y cuidada biblioteca, con libros que sin duda le son entrañables, y muchos otros que aún no ha leído pero que espera leer, en su vana y esperanzadora ilusión, algún día venidero. En este punto comienza a hacerse evidente que lo suyo no es una mera afición, sino una aflicción obsesiva compulsiva no exenta de consecuencias.

Casi nadie habla de lo que la familia o la pareja del bibliófilo tiene que soportar en su convivencia con el enfermo y sus síntomas ineludibles. De entrada, sus seres queridos se ven paulatinamente desplazados, pues la casa ya no es un hogar, sino un templo destinado a los libros. Muebles, mesas, libreros y, en algunos casos graves, el piso, se vuelven sitios habitados por una perpetua biblioteca que no deja de expandirse como una plaga por las habitaciones. A veces ¡ni siquiera el baño se salva! Triste pero cierto, este tipo de situaciones ha sido causal de divorcio para ciertos cónyuges, al verse desplazados de sus espacios más íntimos.

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