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Cuando el español nació hace mil años, como todos los neonatos, los suyos fueron apenas balbuceos (acotaciones al margen de tratados en latín). Poco a poco, como todos los organismos vivos, fue creciendo, robusteciéndose, construyéndose una estructura que hoy día es poderosa, fuerte y bella, con la belleza que sólo da a las palabras el contacto con la vida.

A mil años de distancia, podemos decir con Alex Grijelmo (Defensa apasionada del idioma español) que es “un edificio terminado”, con una gramática y una ortografía que le dan cohesión y unidad donde quiera que lo utilicen para comunicarse sus cerca de 500 millones de hablantes y que les permite a todos, sea que vivan en la Patagonia o en Madrid, entenderse perfectamente. Los localismos, tan necesarios y tan ricos, solo le dan matices que lo hacen más sustancioso y suculento.
Pero, como todo edificio, el español necesita arreglos, ajustes, restauraciones, correcciones y sobre todo vigilancia constante para que no sufra daños en la estructura que le da identidad. En esa tarea, nadie puede suplir a su único y auténtico creador: el pueblo, todos y cada uno de quienes lo usan en sus relaciones de todos los días, sean de amor, de comercio o de estudio.

La poderosa maquinaria en que hoy día está constituido este idioma que es el de los dioses no necesita más que algunos cambios de piezas y ajustes pequeños, como serían las palabras antiguas que ya no tienen sentido porque lo que designaban ya no existe o las nuevas que se tengan que ir incorporando para nombrar realidades que el ingenio humano ha ido creando.

¿A qué peligros se enfrenta hoy el español? Básicamente a las invasiones, sobre todo a las silenciosas que se van incorporando sin que nos demos cuenta –pasan de contrabando, envueltas en aparentes necesidades-, y que se valen de la desidia y poco cuidado que ponemos los hablantes y escribientes (sobre todo los periodistas y entre éstos los que usan cámaras y micrófonos).

Alex Grijelmo nos llama la atención hacia el hecho de que estas invasiones malignas ocurren sobre todo entre las clases altas y provienen en su mayoría del inglés, porque los esnobistas (anglicismo ya integrado por los académicos, derivado de snob), a quienes en mi pueblo les decíamos noveleros, creen que les da caché (galicismo) decir country club o topless y no se toman el trabajo de buscar en su idioma las palabras que definen ambas realidades.

Señores, tenemos más de 90 mil vocablos hechos y derechos. Que no nos ganen la desidia y la flojera.

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