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Quienes hemos visto el arranque de varios gobiernos, lo primero que hemos podido observar es que todos siguen una especie de protocolo en busca de retrasar el momento del desengaño de la ciudadanía; en la primera etapa se enfatiza la necesidad de contar con una administración austera.

Así realizan un ejercicio presupuestal para suprimir gastos, en busca de ahorros que puedan utilizar en beneficio de la gente. Es el tiempo del llanto y crujir de dientes porque generalmente esta austeridad queda reducida al despido de personal. Lo peculiar es que lo hacen por igual tanto gobiernos de orientación empresarial como de izquierda.

No obstante, aun con una amplia mayoría en el Poder Legislativo, hay cosas que no son realizables: la reducción generalizada de sueldos, como vimos en la Cámara de Diputados, cuando se negaron a disminuir sus percepciones y, al contrario, se autorizaron un jugoso bono navideño.

Cuando esta política comienza a repercutir en la reducción o el deterioro de los servicios que se prestan y aumenta el descontento social, se autoriza a contratar más gente, así sea en condiciones más precarias. Con ello el gobierno habrá generado un doble gasto innecesario: el que corresponde a la liquidación y el que acarrea la capacitación de personal, además del desprecio a los derechos laborales por los gobiernos de derecha e izquierda.

¿Qué es lo que debe diferenciar ambos tipos de gobiernos?, es una buena pregunta. Y la respuesta no tiene que ver tanto con el monto presupuestal, que generalmente es el mismo, sino con la orientación del gasto, es decir con los criterios que rigen la toma de decisiones de los gobernantes.

Porque, lejos de la panacea de consultarle todo al pueblo sabio, los gobernantes, como el maquinista del ferrocarril, el piloto aviador o el capitán de barco, tienen que tomar decisiones y afrontar las consecuencias. Sobre todo cuando se trata de la realización de obras de gran envergadura como el Nuevo Aeropuerto de la Ciudad de México y el Tren Maya.

Porque no creo que un gobierno de izquierda deba tomar decisiones trascendentales desdeñando el criterio que guió a los anteriores para decidir sus obras de infraestructura: la generación de empleos; el número de empleos directos e indirectos que se crearán con esas obras, la rentabilidad social.
Así como no hay duda del impacto favorable que tendrá el Tren Maya para el desarrollo de la región sureste, lo que debe inclinar la balanza a favor o en contra del nuevo aeropuerto no es si se inunda o no más que el de Santa Lucía, sino cuál de las dos propuestas generará el mayor número de empleos y atraerá mayor inversión.

Ese sería, creo yo, el criterio más congruente de un gobierno de izquierda. Claro, una izquierda moderna.

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