Cicatrices

Esperanza tiene 52 años y muchas marcas que desea, pero no puede borrar...

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Hay cicatrices que cuentan historias de alguna travesura de pequeño, de un viejo amor, pero también existen aquellas que nos marcaron para toda la vida.

Aunque trates de ocultarlas con la tela más gruesa, la más oscura, detrás de una máscara risueña, nunca podrás borrarlas. Lo confirmé el día que platiqué con Esperanza, una mujer de 52 años de edad.

Cada mañana, cuando me dirijo al trabajo, hago una pequeña parada en su tienda. Se siente bien ser recibido con una enorme sonrisa acompañado de un "buenos días"; así nos acostumbró.

Lo opuesto a esto último indicaba que sería un día diferente. Había un pequeño altar sin flores, la fotografía en sepia de una mujer en un portarretrato antiguo, dañado por el paso de los años, un santo y una veladora. Ese día, Esperanza, tenía los ojos empapados de tristeza, su voz empañada por el dolor.

La saludé, trataba de ser empática, le pregunté con voz queda cómo estaba, le ofrecí mi ayuda si la necesitaba. Sin saber qué pasaba. Hasta que decidió responderme: “Muchas cosas de las que recuerdo de quien fue mi madre comienzan con esto (señalándome con el dedo índice una cicatriz en el antebrazo): el resultado de cómo me azotaba con la soga mi cuerpo; para protegerme colocaba mis brazos para que no me ardiera más, sólo por no bajar la ropa del tendedero en el momento que ella me lo pedía; las humillaciones por no sacar "10" de calificación, los cinturonazos por no terminar de arreglar la sala como ella quería, y ¿sabes por qué no lo olvido?, porque quedaron marcadas más allá de la piel, el alma queda fracturada para siempre. Sin embargo, la perdono. Pero duele”.

En ese momento, sentí correr por mis venas algo que me impedía hablar, quedé muda, desconcertada, inmóvil, era el despertar de la impotencia. Sólo se me ocurrió abrazarla. Es una fortuna tener con vida a un ser con semejante valentía de emprender la búsqueda del perdón y la paz al encender la mecha de la esperanza.

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