En legítima defensa

Nadie puede decir que perdonar sea fácil, definitivamente no lo es; cuando depositamos nuestra confianza acabamos también depositando nuestro corazón en las manos de quien confiamos.

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Hace ya algunos años llegué a la conclusión de que el perdón es un acto de legítima defensa, ya que es la manera en la que podemos asegurarnos la posibilidad de un mejor futuro, continuar con la certeza de que, venga lo que venga, todo será mejor, siempre que estemos libres de vivir sin el pesado fardo del dolor recibido por una afrenta o traición. Verdaderamente, cuando perdonamos estamos haciendo un bien por lo menos a dos personas: a quien perdonamos y a nosotros; desprendiéndonos del rencor, de la tristeza y del dolor de la traición, podremos continuar nuestro camino con las manos llenas de paz y felicidad.

Nadie puede decir que perdonar sea fácil, definitivamente no lo es; cuando depositamos nuestra confianza acabamos también depositando nuestro corazón en las manos de quien confiamos, y este es un riesgo que todo ser humano ha de correr, ya que todos estamos hechos para vivir en relación con los demás; pero esta dinámica tiene consecuencias, a más de uno de nosotros este proceso de confiar nos ha resultado muy caro y doloroso. Contribuir con amor y confianza a la vida del otro es un llamado natural al hombre para poder considerarse plenamente humano. Quien vive resguardando su corazón de cualquier peligro posible acaba condenándolo a la soledad, una soledad sin riesgo pero también sin vida, un corazón encerrado en sí mismo.

¿Quién de nosotros no ha sabido lo que es necesitar ser perdonado o estar enfrentado a la disyuntiva de perdonar o no hacerlo? Vivimos nuestra existencia fluctuando entre estas dos realidades, perdonadores en algunos momentos, perdonados en otros; conscientes de esta realidad tenemos que hacer lo que podamos para actuar de tal manera que nuestras decisiones nos beneficien tanto a nosotros como a todos los demás; ante esto, lo que tenemos bajo nuestra responsabilidad es perdonar, ya que el que seamos perdonados está más allá de nuestras manos.

Teorizar acerca de la conveniencia de perdonar es muy fácil, difíciles son las horas de dolor con las que nuestra vida se ve regada, cuando las manos de quienes nos manifiestan amor son las que nos castigan con el látigo de la traición, la ofensa, la agresión, la desconfianza y mil retorcidos caminos más, por los cuales alguien que debería traernos paz nos sume en el sufrimiento, cuando nuestra alma se arrastra por los días, meses o años de una existencia que no acaba de responderse una simple pregunta: ¿Por qué?

Bien puede ser el hijo que no acaba de entender que, a pesar de sus esfuerzos, su padre siempre lo descalifique, lo trate de incompetente o simplemente lo llame bruto, o, por qué no, aquel adolescente que concede a un amigo no sólo su amistad sino el techo y calor de su familia para recibir después de varios años el agrio presente de la envidia; como desgraciadamente también puede ser aquel grupo de hermanos que en medio del desconcierto contemplan cómo la comida escasea en su casa porque su padre ha decidido que sobre en otra, y que en medio del dolor su madre duerma en una cama sola y fría, mientras el padre duerme confortablemente cálido y acompañado en otra.

A nadie le es fácil perdonar porque el que ama no entrega algo, se entrega a sí mismo, tal como se entrega la esposa por amor al marido, para después recibir con dolor la prueba de que su esposo no es perfecto, que en algunos momentos de su vida no ha sabido ser quien debe ser, no ha sido quien ella esperaba que fuera. Por ello, perdonar es de Dios, porque mucho de Él ha de haber en quien perdona, al comprender las miserias y limitaciones de quienes nos coronan con el dolor, de la misma manera en la que el Crucificado pudo exclamar desde la cruz: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen”.

Quien perdona no lo hace sanando su dolor y curando sus heridas, lo hace elevándose por sobre su piel sangrante, construyendo por encima de su dolor una nueva posibilidad de paz, de encuentro y de amor; perdonar no es para pusilánimes, ni para débiles. Tal como Nietzsche afirmaba: perdonar es para almas fuertes, poderosas, nobles, almas que deciden a pesar de todo no perderse en el dolor, ni extraviarse en la rabia, ni envenenarse con el rencor.

Perdonar es un acto de legítima defensa, en el que los seres humanos deciden tercamente que su destino es la felicidad, el encuentro y el amor compartido con otro ser humano a quien dan la oportunidad de que así sea, para su propio bien, el bien de ambos y el bien de todos.

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